Textos complementarios
Paseo
de Gracia, delante de La Pedrera, años 10, 20, 30. Colección Roisin / IEFC
Paseo
de Gracia, delante de La Pedrera, años 10, 20, 30. Colección Roisin / IEFC
Salí
de casa de Ena aturdida, con la impresión de que debía de ser muy tarde. Todos
los portales estaban cerrados y el cielo se descargaba en una apretada lluvia
de estrellas sobre las azoteas.
Por
primera vez me sentía suelta y libre en la ciudad, sin miedo al fantasma del
tiempo. Había tomado algunos licores aquella tarde. El calor y la excitación
brotaban de mi cuerpo de tal modo que no sentía el frío ni tan siquiera —a
momentos— la fuerza de la gravedad bajo mis pies.
Me
detuve en medio de la vía Layetana y miré hacia el alto edificio en cuyo último
piso vivía mi amiga. No se traslucía la luz detrás de las persianas cerradas,
aunque aún quedaban, cuando yo salí, algunas personas reunidas, y, dentro, las
confortables habitaciones estarían iluminadas. Tal vez la madre de Ena había
vuelto a sentarse al piano y a cantar. Me corrió un estremecimiento al recordar
aquella voz ardorosa que al salir parecía quemar y envolver en resplandores el
cuerpo desmedrado de su dueña. (...)
No
sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas silenciosas de algún barrio
adormecido, respirando el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces
de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de
la ciudad. Aún no estaba segura de lo que podría calmar mejor aquella casi
angustiosa sed de belleza que me había dejado escuchar a la madre de Ena. La
misma vía Layetana, con su suave declive desde la plaza de Urquinaona, donde el
cielo se deslustraba con el color rojo de la luz artificial, hasta el gran
edificio de Correos y el puerto, bañados en sombras, argentados por la luz estelar
sobre las llamas blancas de los faroles, aumentaba mi perplejidad.
Oí,
gravemente, sobre el aire libre de invierno, las campanadas de las once
formando un concierto que venía de las torres de las iglesias antiguas.
La
vía Layetana, tan ancha, grande y nueva, cruzaba el corazón del barrio viejo.
Entonces supe lo que deseaba: quería ver la catedral envuelta en el encanto y
el misterio de la noche. Sin pensarlo más me lancé hacia la oscuridad de las
callejas que la rodean. Nada podía calmar y maravillar mi imaginación como
aquella ciudad gótica naufragando entre húmedas casas construidas sin estilo en
medio de sus venerables sillares, pero a las que los años habían patinado
también con un encanto especial, como si se hubieran contagiado de belleza.
El
frío parecía más intenso encajonado en las calles torcidas. Y el firmamento se
convertía en tiras abrillantadas entre las azoteas casi juntas. Había una
soledad impresionante, como si todos los habitantes de la ciudad hubiesen
muerto. Algún quejido del aire en las puertas palpitaba allí. Nada más.
Se dejó llevar por la pendiente hasta el
puerto, donde la luz de abril se adueñaba definitivamente de la ciudad. Si
permanecía quieto, el sol le calentaba la chaqueta excesivamente invernal y
sentía el cuerpo como recocido y ansioso de frescores. Lleno de calor y de luz
inició el remonte de las Ramblas como un animal que hubiera repostado energía
de mar, aire y luz, y con empuje subió de dos en dos los escalones de madera
del caserón en otro tiempo casa de putas de Madame Petula y en la actualidad
compartimentada colmena de despachos de industrias menores: fabricante de
colonia por lo libre, abogado de vicetiples y pequeños hampones, un gestor, un
periodista ansioso de hundirse en los fondos del Barrio Chino para escribir una
novela de realismo urbano, una vieja callista, una modista, una minipeluquería
para clientes habituales desde la Exposición de 1929 y chicos del conjunto
Barcelona de Noche.
Manuel
Vázquez Montalbán (1977): La soledad del
manager. Planeta Serie Carvalho: Barcelona. Páginas 23.
Él puso a su nombre todas las olas
del mar.
Se miraron un segundo
Como dos desconocidos.
Todas las ciudades eran pocas a sus
ojos,
Ella quiso barcos y él no supo qué
pescar.
Y al final números rojos
En la cueva del olvido,
Y hubo tanto ruido
Que al final llegó el final.
Mucho, mucho ruido,
Ruido de ventanas,
Nidos de manzanas
Que se acaban por pudrir.
Mucho, mucho ruido,
Tanto, tanto ruido,
Tanto ruido y al final
Por fin el fin.
Tanto ruido y al final...
Hubo un accidente, se perdieron las
postales,
Quiso carnavales y encontró
fatalidad.
Porque todos los finales
Son el mismo repetido
Y con tanto ruido
No escucharon el final.
Descubrieron que los besos no sabían
a nada,
Hubo una epidemia de tristeza en la
ciudad.
Se borraron las pisadas,
Se apagaron los latidos,
Y con tanto ruido
No se oyó el ruido del mar.
Mucho, mucho ruido,
Ruido de tijeras,
Ruido de escaleras
Que se acaban por bajar.
Mucho, mucho ruido,
Tanto, tanto ruido.
Tanto ruido y al final...
Tanto ruido y al final...
Tanto ruido y al final
La soledad.
Ruido de tenazas,
Ruido de estaciones,
Ruido de amenazas,
Ruido de escorpiones.
Tanto, tanto ruido.
Ruido de abogados,
Ruido compartido,
Ruido envenenado,
Demasiado ruido.
Ruido platos rotos,
Ruido años perdidos,
Ruido viejas fotos,
Ruido empedernido.
Ruido de cristales,
Ruido de gemidos,
Ruidos animales,
Contagioso ruido.
Ruido mentiroso,
Ruido entrometido,
Ruido escandaloso,
Silencioso ruido.
Ruido acomplejado,
Ruido introvertido,
Ruido del pasado,
Descastado ruido.
Ruido de conjuros,
Ruido malnacido,
Ruido tan oscuro
Puro y duro ruido.
Ruido qué me has hecho,
Ruido yo no he sido,
Ruido insatisfecho,
Ruido a qué has venido.
Ruido como sables,
Ruido enloquecido,
Ruido intolerable,
Ruido incomprendido.
Ruido de frenazos,
Ruido sin sentido,
Ruido de arañazos,
Ruido, ruido, ruido.
Don Quijote en Barcelona:
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