Textos complementarios
Bar Restaurante Boston (1919-1993) |
1. Carmen Laforet: Nada (inicio) (1945)
Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.
Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran Estación de Francia y los grupos que estaban esperando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.
El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida.
Empecé a seguir –una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.
Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas, de establecimientos cerrados, de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.
Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos “camàlics”.
Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.
Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.
Corrí aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.
El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió con un grave saludo de bienvenida.
Enfilamos la calle Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vívido de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil.
-Aquí es- dijo el cochero.
Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante, y cuando él cerró el portal detrás de mí, con un gran temblor de hierros y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.
Todo empezaba a ser extraño en mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.
Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:
“¡Ya va! ¡Ya va!”
Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorrieron cerrojos.
Luego, me pareció todo una pesadilla.
2. Manuel Vázquez Montalbán: La soledad del mánager (1977)
En su sitio los últimos brillos. Carvalho ladea los pies para comprobar todos los posibles reflejos de sus zapatos y descabalga del trono. Deja diez duros en la mano del limpiabotas y camina con parsimonia entre los billares apagados. Una cúpula de luz desciende sobre el billar rinconero, donde las bolas ruedan conscientes de su color, envejecido suntuosamente en las blancas y rojo inquietante en la otra. Un viejo carambolero unta con lentitud de misa la punta del taco mientras con los ojos ranura estudia la próxima tacada. Tiene tripita de jugador de billar. Esa tripita que ha de hundirse antes de cada jugada para evitar rozar el canto de la mesa, precipitando cataratas de cerveza y carajillos en los pozos internos del cuerpo. Da una vuelta completa al carambolero en torno a la mesa mientras su antagonista sorbe una copa de anís sin quitar los ojos del tapete verde donde las bolas representan su obligado papel de animales sin nervios. Nunca se sabe si la luz desciende de la metálica lámpara cónica o si nace del tapete en busca del embudo colgante. Pero lo cierto es que de la oscuridad ha nacido este pequeño teatro y el carambolero gordo empuja una bola, sigue su estela fría y la ve chocar y chocar mientras ya levanta la mano para detener nadie sabe qué movimiento y para iniciarla en la búsqueda del mágico cubito de tiza azul que pondrá puntería y deseo en la punta de su taco.
Manuel Vázquez Montalbán (1977): La soledad del mánager. Planeta Serie Carvalho: Barcelona. Páginas 28-29.
3. Gabinete Caligari: Al calor del amor en un bar (1986)
Amor
La noche ha sido larga y llena de emoción
Pero amanece y apetece estar juntos los dos.
Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar.
Amor
No he sabido encontrar el momento justo
Pues con el frío de la noche no estaba a gusto.
Mozo, ponga un trozo
De bayonesa y un café
Que a la señorita la invita monsieur.
Y dos alondras nos observan sin gran interés
El camarero está leyendo el As con avidez.
Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar
Amor
Aunque a estas horas ya no estoy muy entero
Al fin llegó el momento de decirlo: te quiero.
Pollo, otro bollo
No me tenga que levantar
No hay como el calor del amor en un bar.
Jefe, no se queje
Y sirva otra copita más
No hay como el calor del amor en un bar.
El calor del amor en un bar
El calor del amor en un bar.
Información complementaria
Carmen Laforet
- Naday Carmen Laforet
- Adriana Minardi: Trayectosurbanos: paisajes de la postguerra en Nada, de Carmen Laforet. El viaje deaprendizaje como estrategia narrativa
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