06 abril 2014

FICHA 17: Detención de Sol y Cristián. Servicio de Inteligencia Militar. Cárcel en Vía Layetana

Textos complementarios

-Siéntese y espere.
Una luz que parece ensuciar los ojos, o es que los ojos se preparan para la realidad que temen. Muebles de oficina que acumulan tres épocas: desde el neoclásico de madera barnizada al metálico lleno de ruidos huecos pasando por aquel intento inútil de que todas las oficinas se parecieran a las de las películas de Hollywood en los años cuarenta. Máquinas de escribir sobre portadoras metálicas y rodantes. Sobre todo gente, gente que pasa, gente que se queda con la sensación de que es para siempre. Los policías de paisano parecen estar de acuerdo históricamente con los muebles. Los hay al borde de la jubilación, barnizados de la opaca luminosidad de años y años, con un bigotillo que aprendieron a recortarse durante la guerra y que aún ahora vigilan pelo a pelo cano hasta conseguir ese extraño insecto de alas rectangulares clavado en un morro coriáceo. Luego los cuarentones, casi todos atléticos con barriga, policías ideologizados en el culto al orden franquista, el único que conocieron. Pluriempleados, malencarados, molestos por las horas que se les van cada día entre humanidad perdedora y vencida. Finalmente los jóvenes, expresamente jóvenes, melenudos o con aspecto de jóvenes burócratas de Banco, metálica su supuesta naturalidad, licenciados en Derecho de provincias que no velaron lo suficiente las oposiciones a inspectores de esto o aquello, o bien ex niños falangistas que convirtieron en profesión la mística de que la vida es un acto de servicio. También se da el que todo lo aprendió en los telefilms norteamericanos o el que ha seguido la estela de los agentes del FBI como los niños de Hamelin siguieron al sagaz flautista. Gestos de oficinistas, agresividad mecánica, como mecánica es la habilidad del fontanero o el carpintero, facilidad para pasar del golpe al olvido del golpe, en la confianza de que el golpeado no tiene otro remedio que seguir el juego. Jóvenes ladrones de coches, descuideros, mecheras, putas, maricones depilados y con pestañas postizas, vecinas en riña con los ojos llorosos y huellas de arañazos en las mejillas, un viejo apuñalador de su sobrina en flor, el cazador que disparó contra su mujer sin esperar el levantamiento de la veda. No todos vuelven de poner su firma en el libro donde todo estaba escrito. Los hay que permanecen al fondo del pasillo y por el resquicio de alguna puerta no cerrada a tiempo se escapa el grito, la protesta, la amenaza a la medida de una habitación sin ventanas, sin otra luz que la que cuelga sobre el perdedor como una soga. Cuando vuelven del final del pasillo contusionados o no, con las manos juntas por las esposas y el gesto contrito, diríase que vuelven de hacer la comunión a la fuerza. Calvalho los acompaña con la mirada hasta la última puerta de cristal opaco a que alcanza su vista. Pero conoce el camino que continúa. La brusca desaparición del laberinto de oficinas y el brote del ámbito de cemento, las escaleras que precipitan a un infierno frío y húmedo abierto o cerrado por una puerta de rejas y más allá el pasillo con los calabozos a uno y otro lado, el retrete final donde la mierda impide la posibilidad de ducharse y donde el olor a zotal jamás ha conseguido imponerse a la peste de las orinas más tristes y desesperadas de este mundo. ¡Puerta!, gritarán desde arriba, y desde abajo, con parsimonia de sereno, un guardia uniformado abrirá la puerta a la espera del detenido y de las instrucciones pertinentes. Incomunicado. No lo metas en la cuatro. El detenido recuperará en el calabozo su identidad y descubrirá hasta qué punto ha perdido, con la clara conciencia de que en este juego era imposible ganar. Aunque sea unas horas, algo te han quitado que nunca nadie te devolverá: el vértigo del barranco que hay que saltar desde la orilla de lo que tú crees ser a la orilla de lo que los policías quieren que seas. Como antes y después de la primera vez que te violan.
-Conque Carvalho, ¿eh?
Manuel Vázquez Montalbán (1977): La soledad del mánager. Planeta Serie Carvalho: Barcelona. Páginas 118-119.

2. Manuel Vázquez Montalbán: Los mares del Sur (1979)

El estudio de Artimbau estaba en la calle Baja de San Pedro. Carvalho experimentó el nerviosismo consabido al pasar ante la central de la Policía de Vía Layetana. Del caserón aquel sólo conservaba malos recuerdos y por mucha limpieza democrática que le echaran, siempre sería el hosco castillo de la represión. Sentimiento contrario le despertaba Vía Layetana con su aspecto de primero e indeciso paso para iniciar un Manhattan barcelonés, que nunca llegaría a realizarse. Era una calle de entreguerras, con el puerto en una punta y la Barcelona menestral de Gracia en la otra, artificialmente abierta para hacer circular el nervio comercial de la metrópoli y con el tiempo convertida en una calle de sindicatos y patronos, de policías y sus víctimas, más alguna Caja de Ahorros y el monumento entre jardines sobre fondo gotizante a uno de los condes más sólidos de Cataluña.

3. Kiko Veneno: La casa cuartel (1995)

Veneno, Kiko (1952): “La casa cuartel”. Del disco Está muy bien eso del cariño (1995)
Tiene dos entradas
para el estreno esta noche
en el Teatro Nacional.
Ponen una obra,
una que a Federico
no le dejaron estrenar.
Vé tú que puedes,
no te pierdas la oportunidad,
yo tengo guardia esta noche,
deja a los niños con tu mamá.
Y ella vuelve pronto y sola,
no sabe qué hacer sin él,
él no sabe qué hacer con el cuerpo,
viven en la casa cuartel.
Y sólo quiere
irse muy lejos,
cogerla de la mano
y salir corriendo.

Cerca de Rosas,
donde primero alumbra el sol,
el faro se mueve frío,
Dalí le daba conversación.

Hoy he visto...
hoy he visto en la playa
la espina de un pez rosado.
Y una cuerda rota,
ay, si pudieras ver
sus hilos dorados.

Y sólo quiere...

4. Manuel Rivas: El Lápiz del Carpintero (1998)

En la prisión, la mejor prueba de amistad era ayudar al despioje. Como madres a hijos.
Era imposible conseguir jabón y la ropa se lavaba con agua, muy escasa. Había que quitar con mano paciente los parásitos y las ladillas. La segunda fauna más abundante en la cárcel eran las ratas. Familiarizadas. Recorriendo por la noche los bultos de los sueños. ¿Qué carajo comían? Los sueños, decía el doctor Da Barca. Roen nuestros sueños. Las ratas se alimentan por igual del submundo y del sobremundo.
En la cárcel había también un grillo. Lo había encontrado Dombodán en el patio. Le hizo una casita de cartón con la puerta siempre abierta. Cantaba noche y día en la mesilla de la enfermería.
Manuel Rivas (1998): El lápiz del carpintero. Editorial Alfaguara. Página 75
Los presos políticos funcionaban como una especie de comuna. Personas que no se hablaban en la calle, que se tenían verdadero odio, como los anarquistas y los comunistas, se ayudaban dentro de la cárcel. Llegaron a editar juntos una hoja clandestina que se llamaba Bungalow.
Los viejos republicanos, algunos veteranos galleguistas de la Cova Céltica[1] y de las Irmandades de Fala[2], con su aire de antiguos caballeros de la Tabla Redonda, que incluso comulgaban en misa, hacían las veces de consejo de ancianos para resolver conflictos y querellas entre los internos. Se habían acabado el tiempo de las sacas sin juicio. Los paseadores seguían haciendo fuera el trabajo sucio, pero los militares habían decidido que también en las calderas del infierno debía imperar una cierta disciplina. Los fusilamientos continuaron previo trámite de consejo de guerra sumarísimo.
Con aquella administración paralela, los presos habían ido mejorando en lo posible la vida en la cárcel. Emprendieron por su cuenta medidas de higiene y reparto alimentario. Superpuesto al horario oficial, había un calendario no escrito que era el que verdaderamente regía las rutinas diarias. Se atribuyeron las tareas con tal organización y eficiencia que muchos presos comunes acudían a ellos en demanda de ayuda. Tras las rejas, había un gobierno en la sombra, nunca mejor dicho, un parlamento asambleario y unos jueces de paz. Y también una escuela de humanidades, un estanco de tabaco, un fondo común que hacía de mutua y hospital. […]
Y en la cárcel organizaron también una orquesta. Había entre ellos varios músicos, los mejores de las Mariñas, que durante la República había sido zona de muchos bailes. La mayoría eran anarquistas y les gustaban los boleros románticos, con la melancolía del relámpago luminoso. No había instrumentos, pero tocaban con el viento y con las manos. El trombón, el saxo, la trompeta. Cada uno reconstruía su instrumento en el aire. La percusión era auténtica. Uno al que le llamaban Barbarito era capaz de hacer jazz con un orinal. Habían discutido si llamarla Orquesta Ritz u Orquesta Palace, pero al final se impuso Cinco Estrellas.
Manuel Rivas (1998): El lápiz del carpintero. Editorial Alfaguara. Páginas 80-86.

5. Rafael Chirbes: En la orilla (2013)

Los primeros años en las trincheras seguía con mi idea. Labré unas figuritas que le envié a mi mujer por medio de un vecino –a mi padre le hice un llavero precioso, con la hoz y el martillo metidos en una estrella de cinco puntas-, las tiraron, las enterraron, las quemaron antes de que los nacionales entraran en Olba, porque eran imágenes de contenido político, una cabeza de miliciano, un puño, dos fusiles cruzados, imaginería laica, sustitutos de las medallas de santos y vírgenes que la gente llevaba al cuello o ponía sobre los muebles antes de que llegara la República. Además de medallas, hice platillos, llaveros, con motivos patrióticos, revolucionarios. De aquello han quedado las figuritas en madera que están sobre el aparador de tamaño poco mayor que el de las figuras de ajedrez (un perfil de mujer con los cabellos recogidos, un medallón con un caballo, otro en el que representé un jarrón con flores). Las hice ya en la cárcel, allí aún tallaba los pedazos de madera que caían en mis manos; por cierto, hice un juego de ajedrez que nos deparó muchas horas de entretenimiento, claro que, sobre todo, hacía cucharas y tenedores con algún trozo de boj que conseguía meter en la celda, o en el pabellón, porque al principio ni siquiera nos tenían en celdas: malvivíamos hacinados en naves en las que teníamos que turnarnos para dormir porque no cabíamos tendidos en el suelo. Hice llaveros, y esas pequeñas medallas laicas que los presos se colgaban del cuello con un cordón: un nombre, una inicial, una flor, una hoja de plátano. Los signos políticos habían desaparecido, ni se nos ocurría reproducir nada de aquello que nos había acompañado durante los últimos años.
Rafael Chirbes: En la orilla. Anagrama Narrativas hispánicas: Barcelona. Páginas 155-158.

Información complementaria

Comisaría de Vía Layetana:

García Lorca, Federico

Laforet, Carmen

Música