Textos complementarios
-Siéntese y espere.
Una luz que parece ensuciar los ojos, o es que
los ojos se preparan para la realidad que temen. Muebles de oficina que
acumulan tres épocas: desde el neoclásico de madera barnizada al metálico lleno
de ruidos huecos pasando por aquel intento inútil de que todas las oficinas se
parecieran a las de las películas de Hollywood en los años cuarenta. Máquinas
de escribir sobre portadoras metálicas y rodantes. Sobre todo gente, gente que
pasa, gente que se queda con la sensación de que es para siempre. Los policías
de paisano parecen estar de acuerdo históricamente con los muebles. Los hay al
borde de la jubilación, barnizados de la opaca luminosidad de años y años, con
un bigotillo que aprendieron a recortarse durante la guerra y que aún ahora
vigilan pelo a pelo cano hasta conseguir ese extraño insecto de alas
rectangulares clavado en un morro coriáceo. Luego los cuarentones, casi todos
atléticos con barriga, policías ideologizados en el culto al orden franquista,
el único que conocieron. Pluriempleados, malencarados, molestos por las horas
que se les van cada día entre humanidad perdedora y vencida. Finalmente los
jóvenes, expresamente jóvenes, melenudos o con aspecto de jóvenes burócratas de
Banco, metálica su supuesta naturalidad, licenciados en Derecho de provincias
que no velaron lo suficiente las oposiciones a inspectores de esto o aquello, o
bien ex niños falangistas que convirtieron en profesión la mística de que la
vida es un acto de servicio. También se da el que todo lo aprendió en los
telefilms norteamericanos o el que ha seguido la estela de los agentes del FBI
como los niños de Hamelin siguieron al sagaz flautista. Gestos de oficinistas,
agresividad mecánica, como mecánica es la habilidad del fontanero o el
carpintero, facilidad para pasar del golpe al olvido del golpe, en la confianza
de que el golpeado no tiene otro remedio que seguir el juego. Jóvenes ladrones
de coches, descuideros, mecheras, putas, maricones depilados y con pestañas
postizas, vecinas en riña con los ojos llorosos y huellas de arañazos en las
mejillas, un viejo apuñalador de su sobrina en flor, el cazador que disparó
contra su mujer sin esperar el levantamiento de la veda. No todos vuelven de
poner su firma en el libro donde todo estaba escrito. Los hay que permanecen al
fondo del pasillo y por el resquicio de alguna puerta no cerrada a tiempo se
escapa el grito, la protesta, la amenaza a la medida de una habitación sin
ventanas, sin otra luz que la que cuelga sobre el perdedor como una soga.
Cuando vuelven del final del pasillo contusionados o no, con las manos juntas
por las esposas y el gesto contrito, diríase que vuelven de hacer la comunión a
la fuerza. Calvalho los acompaña con la mirada hasta la última puerta de
cristal opaco a que alcanza su vista. Pero conoce el camino que continúa. La
brusca desaparición del laberinto de oficinas y el brote del ámbito de cemento,
las escaleras que precipitan a un infierno frío y húmedo abierto o cerrado por
una puerta de rejas y más allá el pasillo con los calabozos a uno y otro lado,
el retrete final donde la mierda impide la posibilidad de ducharse y donde el
olor a zotal jamás ha conseguido imponerse a la peste de las orinas más tristes
y desesperadas de este mundo. ¡Puerta!, gritarán desde arriba, y desde abajo,
con parsimonia de sereno, un guardia uniformado abrirá la puerta a la espera
del detenido y de las instrucciones pertinentes. Incomunicado. No lo metas en
la cuatro. El detenido recuperará en el calabozo su identidad y descubrirá
hasta qué punto ha perdido, con la clara conciencia de que en este juego era
imposible ganar. Aunque sea unas horas, algo te han quitado que nunca nadie te
devolverá: el vértigo del barranco que hay que saltar desde la orilla de lo que
tú crees ser a la orilla de lo que los policías quieren que seas. Como antes y
después de la primera vez que te violan.
-Conque Carvalho, ¿eh?
Manuel
Vázquez Montalbán (1977): La soledad del mánager. Planeta Serie Carvalho:
Barcelona. Páginas 118-119.
2. Manuel Vázquez Montalbán: Los mares del Sur (1979)
El estudio de Artimbau estaba en la calle Baja
de San Pedro. Carvalho experimentó el nerviosismo consabido al pasar ante la
central de la Policía de Vía Layetana. Del caserón aquel sólo conservaba malos
recuerdos y por mucha limpieza democrática que le echaran, siempre sería el hosco
castillo de la represión. Sentimiento contrario le despertaba Vía Layetana con
su aspecto de primero e indeciso paso para iniciar un Manhattan barcelonés, que
nunca llegaría a realizarse. Era una calle de entreguerras, con el puerto en
una punta y la Barcelona menestral de Gracia en la otra, artificialmente
abierta para hacer circular el nervio comercial de la metrópoli y con el tiempo
convertida en una calle de sindicatos y patronos, de policías y sus víctimas,
más alguna Caja de Ahorros y el monumento entre jardines sobre fondo gotizante
a uno de los condes más sólidos de Cataluña.
3. Kiko Veneno: La casa cuartel (1995)
Veneno, Kiko (1952): “La casa cuartel”. Del disco Está muy bien eso del cariño (1995) |
para el estreno esta noche
en el Teatro Nacional.
Ponen una obra,
una que a Federico
no le dejaron estrenar.
Vé tú que puedes,
no te pierdas la oportunidad,
yo tengo guardia esta noche,
deja a los niños con tu mamá.
Y ella vuelve pronto y sola,
no sabe qué hacer sin él,
él no sabe qué hacer con el cuerpo,
viven en la casa cuartel.
Y sólo quiere
irse muy lejos,
cogerla de la mano
y salir corriendo.
Cerca de Rosas,
donde primero alumbra el sol,
el faro se mueve frío,
Dalí le daba conversación.
Hoy he visto...
hoy he visto en la playa
la espina de un pez rosado.
Y una cuerda rota,
ay, si pudieras ver
sus hilos dorados.
Y sólo quiere...
4. Manuel Rivas: El Lápiz del Carpintero (1998)
En la prisión, la mejor prueba de amistad era
ayudar al despioje. Como madres a hijos.
Era imposible conseguir jabón y la ropa se
lavaba con agua, muy escasa. Había que quitar con mano paciente los parásitos y
las ladillas. La segunda fauna más abundante en la cárcel eran las ratas.
Familiarizadas. Recorriendo por la noche los bultos de los sueños. ¿Qué carajo
comían? Los sueños, decía el doctor Da Barca. Roen nuestros sueños. Las ratas
se alimentan por igual del submundo y del sobremundo.
En la cárcel había también un grillo. Lo había
encontrado Dombodán en el patio. Le hizo una casita de cartón con la puerta
siempre abierta. Cantaba noche y día en la mesilla de la enfermería.
Manuel Rivas (1998): El lápiz del carpintero.
Editorial Alfaguara. Página 75
Los presos políticos funcionaban como una
especie de comuna. Personas que no se hablaban en la calle, que se tenían
verdadero odio, como los anarquistas y los comunistas, se ayudaban dentro de la
cárcel. Llegaron a editar juntos una hoja clandestina que se llamaba Bungalow.
Los viejos republicanos, algunos veteranos
galleguistas de la Cova Céltica[1]
y de las Irmandades de Fala[2],
con su aire de antiguos caballeros de la Tabla Redonda, que incluso comulgaban
en misa, hacían las veces de consejo de ancianos para resolver conflictos y
querellas entre los internos. Se habían acabado el tiempo de las sacas sin
juicio. Los paseadores seguían haciendo fuera el trabajo sucio, pero los
militares habían decidido que también en las calderas del infierno debía
imperar una cierta disciplina. Los fusilamientos continuaron previo trámite de
consejo de guerra sumarísimo.
Con aquella administración paralela, los
presos habían ido mejorando en lo posible la vida en la cárcel. Emprendieron
por su cuenta medidas de higiene y reparto alimentario. Superpuesto al horario
oficial, había un calendario no escrito que era el que verdaderamente regía las
rutinas diarias. Se atribuyeron las tareas con tal organización y eficiencia
que muchos presos comunes acudían a ellos en demanda de ayuda. Tras las rejas,
había un gobierno en la sombra, nunca mejor dicho, un parlamento asambleario y
unos jueces de paz. Y también una escuela de humanidades, un estanco de tabaco,
un fondo común que hacía de mutua y hospital. […]
Y en la cárcel organizaron también una
orquesta. Había entre ellos varios músicos, los mejores de las Mariñas, que
durante la República había sido zona de muchos bailes. La mayoría eran anarquistas
y les gustaban los boleros románticos, con la melancolía del relámpago
luminoso. No había instrumentos, pero tocaban con el viento y con las manos. El
trombón, el saxo, la trompeta. Cada uno reconstruía su instrumento en el aire.
La percusión era auténtica. Uno al que le llamaban Barbarito era capaz de hacer
jazz con un orinal. Habían discutido si llamarla Orquesta Ritz u Orquesta
Palace, pero al final se impuso Cinco Estrellas.
Manuel
Rivas (1998): El lápiz del carpintero. Editorial Alfaguara. Páginas 80-86.
5. Rafael Chirbes: En la orilla (2013)
Los primeros años en las trincheras seguía con
mi idea. Labré unas figuritas que le envié a mi mujer por medio de un vecino –a
mi padre le hice un llavero precioso, con la hoz y el martillo metidos en una estrella
de cinco puntas-, las tiraron, las enterraron, las quemaron antes de que los
nacionales entraran en Olba, porque eran imágenes de contenido político, una
cabeza de miliciano, un puño, dos fusiles cruzados, imaginería laica,
sustitutos de las medallas de santos y vírgenes que la gente llevaba al cuello
o ponía sobre los muebles antes de que llegara la República. Además de
medallas, hice platillos, llaveros, con motivos patrióticos, revolucionarios.
De aquello han quedado las figuritas en madera que están sobre el aparador de
tamaño poco mayor que el de las figuras de ajedrez (un perfil de mujer con los
cabellos recogidos, un medallón con un caballo, otro en el que representé un
jarrón con flores). Las hice ya en la cárcel, allí aún tallaba los pedazos de
madera que caían en mis manos; por cierto, hice un juego de ajedrez que nos
deparó muchas horas de entretenimiento, claro que, sobre todo, hacía cucharas y
tenedores con algún trozo de boj que conseguía meter en la celda, o en el
pabellón, porque al principio ni siquiera nos tenían en celdas: malvivíamos
hacinados en naves en las que teníamos que turnarnos para dormir porque no
cabíamos tendidos en el suelo. Hice llaveros, y esas pequeñas medallas laicas
que los presos se colgaban del cuello con un cordón: un nombre, una inicial,
una flor, una hoja de plátano. Los signos políticos habían desaparecido, ni se
nos ocurría reproducir nada de aquello que nos había acompañado durante los
últimos años.
Rafael Chirbes: En
la orilla. Anagrama Narrativas hispánicas: Barcelona. Páginas 155-158.
Información complementaria
Comisaría de Vía Layetana:
- Artículo en El País
- Artículo en La Vanguardia sobre la solicitud de conversión de la comisaría en sede del Memorial Democràtic
García Lorca, Federico
Laforet, Carmen
- Sobre Nada: consultar ficha 13.
Música
- BERLIN, Irving (1888-1989): “Puttin’ on the Ritz” (1929).
- VÁZQUEZ, Consuelito (1916-2005): “Bésame mucho”. Interpretado por Sara Montiel (1918-2013).