09 febrero 2014

Ficha 4: La casa de la abuela

Sol tenía la sensación de una especie de secuestro

La casa de la abuela, enorme, en plena naturaleza, distaba un kilómetro del pueblo. De tres cuerpos, con dos grandes patios, en sus cuadros coceaban aún cinco hermosos caballos, porque el abuelo fue amigo de galopadas. El paisaje umbrío, húmedo, no se parecía en nada a las descripciones que de él hiciera Luis Roda.
Dentro de la casa hallaron a una anciana menuda, blanca y negra, que les besó sin efusión. Inmediatamente, Sol comprendió a quién se parecía Eduardo: aquella fría mirada de los ojos azules, aquella dureza en la boca egoísta, bella. También la abuela lo notó. Lo atrajo más hacia sí y dijo:
-Te pareces a nosotros. Pero no eres tan guapo como tu madre. Ni siquiera como ninguno de tus tíos. Te pareces más a mí.
La mano de la abuela era pequeña y blanca, pero llena de fuerza. Sol la sintió rodear su muñeca con cierto desagrado. La anciana la miraba.
-Tus ojos no son de mi familia –dijo simplemente. Pero Sol comprendió que aquello era un paso atrás en el afecto de la anciana.
Los dos días siguientes, Sol recorrió la casa, solitaria, llena de curiosidad. Miraba el techo, las vigas anchas y barnizadas, las ventanas de madera labrada y los clavos relucientes de las puertas. Descubrió entonces que solo estaban limpias y bien pintadas las habitaciones de la abuela. El resto de la casa permanecía mohoso y triste. Especialmente las dependencias de los criados, gente lacónica y dada a la melancolía. Eran perezosos, se lavaban poco, bebían aguardiente y no amaban a su señora. Cazaban a escondidas en el coto y asaban las piezas cobradas ocultándose entre los árboles. Sus hogueras clandestinas enrojecían a grandes borrones la niebla de los bosques.
De las habitaciones de la abuela partía una pasarela, como un puentecillo, tendida sobre una estrecha calle de piedra. Aquel pasadizo de hierro, con una tupida cortina de hojas verdes y frías, conducía a un pequeño jardín. Allí, la anciana cuidaba rosales que no lograban nunca florecer con esplendor. La abuela decía que de aquella tierra brotaban mejor los hombres que las plantas.
Eduardo y Ramón Boloix se alojaron en el ala opuesta a la de la abuela. A Sol, en cambio, la acaparó e introdujo en sus habitaciones. Ella tenía la sensación de una especie de secuestro. Desde los primeros momentos, la abuela empezó a hacerle sentir su autoridad y rigidez. […]
(Luciérnagas, págs. 26-27)
Estación de Zumaya
Una tarde, a la hora de la siesta, la abuela dormía, y desde la ventana, Sol oía el ruido del agua cayendo del caño de la fuente hasta las piedras. En el calor de las tres de la tarde, ella imaginaba el agua, las piedras brillantes y mojadas, el oscuro surco abriéndose paso en la tierra seca. Tuvo deseos de romper aquellos objetos que sofocaban la habitación. De empezar a golpes, hasta hacerlos añicos, con todas las porcelanas y las urnas de cristal. Deseó escapar, deslizarse al suelo por la pasarela de hierro y huir al campo. No a la montaña, sino al campo, que le sonaba a tierra labrada. Y correr, correr sin parar.
De este modo nació su amistad con Ramón Boloix […]
Pero aquella amistad fue destruida de un modo sencillo y decisivo. La abuela le obligó a volver a Barcelona, pocos días después.
Eran ya los últimos días de septiembre y llovía copiosamente. En la pequeña estación del pueblo tamborileaba sobre el cobertizo de uralita. Como el día era gris, permanecían encendidas las bombillas, pobres y amarillentas.
(Luciérnagas, pág. 31-34)

Textos complementarios

Exposición: LA MIRADA DEL VIATGER. Les Balears a les col·leccions fotogràfiques de la Biblioteca de Catalunya (1900-1935)

Ana María Matute (1959): Primera memoria

La abuela me llevó al pueblo, a su casa. Qué gran sorpresa cuando desperté con el sol y me fui, descalza, aún con un tibio sueño prendido en los párpados, hacia la ventana. Cortinas rayadas de azul y blanco, y allá abajo el declive. (Días de oro, nunca repetidos, el velo del sol prendido entre los troncos negros de los almendros, abajo, precipitadamente hacia el mar.) Gran sorpresa el declive. No lo sospechaba, detrás de la casa, de los muros del jardín descuidado, con sus oscuros cerezos y su higuera de brazos plateados. Quizás no lo supe entonces, pero la sorpresa del declive fue punzante y unida al presentimiento de un gran bien y de un gran dolor unidos. […]
En plenas vacaciones estalló la guerra. Tía Emilia y Borja no podían regresar a la península, y el tío Álvaro, que era coronel, estaba en el frente. Borja y yo, sorprendidos, como víctimas de alguna extraña emboscada, comprendimos que debíamos permanecer en la isla no se sabía por cuánto tiempo. […]
Nos aburríamos e inquietábamos alternativamente, como llenos de una lenta y acechante zozobra, presta a saltar en cualquier momento. Y empecé a conocer aquella casa, grande y extraña, con los muros de color ocre y el tejado de alfar, su larga logia con balaustrada de piedra y el techo de madera, donde Borja y yo, de bruces en el suelo, manteníamos nuestras conversaciones seseantes. […] Así, los dos, en la logia –que a la abuela no le gustaba pisar, y que solo veía a través de las ventanas abiertas- hallábamos el único refugio en la desesperante casa, siempre hollada por las pisadas macizas de la abuela, que olfateaba como un lebrel nuestras huidas al pueblo, al declive, a la ensenada de Santa Catalina, al Port… Para escapar y que no oyera nuestros pasos, teníamos que descalzarnos. Pero la maldita descubría, de repente, cruzando el suelo, nuestras sombras alargadas. Con su porcina vista baja, las veía huir (como vería, tal vez, huir su turbia vida piel adentro), y se le caía el bastón y la caja de rapé (todo su pechero manchado)…
Primera memoria, Ediciones Destino, Clásicos contemporáneos: Barcelona. Págs. 19-21
Celia: la serie fue seguida en 1993 por más de siete millones de espectadores

Carmen Martín Gaite (1963): Ritmo lento

La abuela y papá habían estado enfadados muchos años, y solo por la intercesión de mi madre habían llegado a unas paces relativas, así que era un hecho aceptado por nosotros el de esta enemistad latente que volvía a estallar cuando la abuela frecuentaba demasiado nuestra casa. En resumen, la abuela era distinta de papá y no parecía quererle mucho, lo cual justificaba sus altercados. Pero lo que resultaba incomprensible era qué teníamos que ver Aurora y yo en todo aquel asunto ni por qué tantas veces ella, cuando hablaba con mi madre sacaba a relucir nuestros nombres suspirando.
A mí no me gusta dejarme alcanzar por la compasión de nadie y ahora pienso que seguramente esta repugnancia nació entonces, al empezar a sentirme aludido por los suspiros de la abuela, la cual se empeñaba en hacernos notar que sufría, en asociarnos a tal sufrimiento, del cual formábamos, quisiéramos o no, parte importantísima.
No podía aguantar que me mirara con aquellos ojos doloridos y me escapaba de ella y de sus caricias siempre que podía. Con lo cual, ya que no logré que dejara de hablar de mí –y sí, por el contrario, que sus profecías siniestras a mí respecto se acentuaran- ocurrió, al menos, que llegó a considerarme como un caso perdido y todo el desvelo que yo rechazaba lo dirigió hacia mi hermana, terreno más propicio para dejarse regar por lágrimas ajenas.
Carmen Martín Gaite (1963): Ritmo lento, Ediciones Destino Áncora y Delfín: Barcelona

Izar ederrak


Izar ederrak, Hiru Truku (Mendebaleko euskal baladak, 1994)
Izar ederrak argi egiten dau zeru altuan bakarrik,
ezta bakarrik, lagunak ditu Jaun zerukoak emonik.
Zazpi aingeru aldean ditu zortzigarrena gaixorik;
zazpi mediku ekarri deutsez India-Madriletatik.
Arek igarri, arek igarri nundik dagoan gaixorik:
amoreminak badituz one entrañetara sarturik.
Guzurra diño mediku onek nik eztot amore miñik.
Amore miñak badodaz bere ez entrañetan sarturik.
Gaur arratsean ilgo naz eta etorri gorpu ondora
errosario zuri eder bat esku artean dozula.
Neu enterretan naroenean igongo dozu korura,
andixek bera salto egingo'zu Birjina Amaren ortura.
Larrosatxo bat eskura eta krabeliñea mosura,
jente guztiak esan daiela neure lutua dozula.
Aingerutxoak esaten dabe salbean Abe Maria
gero guztiok gozatu daigun zeru altuan gloria
Amen Abe Maria!

Información complementaria



MARTÍN GAITE, CARMEN: