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05 abril 2014

FICHA 10. Hospital Clínic. Cadáver del padre. Miedo y muerte

1 Max Aub: La llamada

Lo soñaré, lo soñaré -gritaba espantado-. Y, entonces, ¿quién me salvará?
Durante la guerra civil, don Marcos Oñate Ballesteros fue visitado -es un decir- a menudo por la policía. Preso tres veces, puesto en libertad otras tantas por influencias de su cuñado, general de división. No vivía en espera de la cuarta entrada por salida. Detuviéronle  por republicano, masón y protestante. Lo último fue cierto durante algunos años de su lejana juventud, por amor hacia una escocesa empleada en casa de don Pedro Domecq, en Jerez, su pueblo.
Se le resintió el corazón, no del hacía ya mucho tiempo olvidado desprecio de Pamela, sino de los timbrazos de los polizontes, siempre en la madrugada. Su médico, don Mauricio Ortega, para el que no tenía secretos desde la pubertad, ordenó a doña Consuelo, que había venido a ser, de novia suya de los quince años, esposa de su amigo del alma a los veinticuatro, con consenso de todos, quitar cuantos timbres, aldabas, llamadores, campanas y campanillas habidos y por haber en el cortijo y en la casa de la calle del Gran Capitán.
 No le valió. Halláronle muerto una mañana, con la cara dando. Clara cuenta "de haber oído el timbrazo".
-Lo soñó -decía la viuda-. ¡No abras! –gritó-y se fue. Parece mentira ¡a los veinticinco años! Se acordaba más de eso que de su noche de bodas.

2. Ramón J. Sender: Réquiem por un campesino español (1953)

Cuando no quedaba nadie en la plaza, sacaron a Paco y a otros dos campesinos de la cárcel, y los llevaron al cementerio, a pie. Al llegar era casi de noche. Quedaba detrás, en la aldea, un silencio temeroso.
El centurión, al ponerlos contra el muro, recordó que no se habían confesado, y envió a buscar a mosén Millán. Éste se extrañó de ver que lo llevaban en el coche del señor Cástulo. (Él lo había ofrecido a las nuevas autoridades.) El coche pudo avanzar hasta el lugar de la ejecución. No se había atrevido mosén Millán a preguntar nada. Cuando vio a Paco, no sintió sorpresa alguna, sino un gran desaliento. Se confesaron los tres. Uno de ellos era un hombre que había trabajado en casa de Paco. El pobre, sin saber lo que hacía, repetía fuera de sí una vez y otra entre dientes: «Yo me acuso, padre..., yo me acuso, padre...». El mismo coche del señor Cástulo servía de confesionario, con la puerta abierta y el sacerdote sentado dentro. El reo se arrodillaba en el estribo. Cuando mosén Millán decía ego te absolvo, dos hombres arrancaban al penitente y volvían a llevarlo al muro.
El último en confesarse fue Paco.
-En mala hora lo veo a usted -dijo al cura con una voz que mosén Millán no le había oído nunca-. Pero usted me conoce, mosén Millán. Usted sabe quién soy.
-Sí, hijo.
-Usted me prometió que me llevarían a un tribunal y me juzgarían.
-Me han engañado a mí también. ¿Qué puedo hacer? Piensa, hijo, en tu alma, y olvida, si puedes, todo lo demás.
-¿Por qué me matan? ¿Qué he hecho yo? Nosotros no hemos matado a nadie. Diga usted que yo no he hecho nada. Usted sabe que soy inocente, que somos inocentes los tres.
-Sí, hijo. Todos sois inocentes; pero ¿qué puedo hacer yo?
-Si me matan por haberme defendido en las Pardinas, bien. Pero los otros dos no han hecho nada.
Paco se agarraba a la sotana de mosén Millán, y repetía: «No han hecho nada, y van a matarlos. No han hecho nada». Mosén Millán, conmovido hasta las lágrimas, decía:
-A veces, hijo mío, Dios permite que muera un inocente. Lo permitió de su propio Hijo, que era más inocente que vosotros tres.
Paco, al oír estas palabras, se quedó paralizado y mudo. El cura tampoco hablaba. Lejos, en el pueblo, se oían ladrar perros y sonaba una campana. Desde hacía dos semanas no se oía sino aquella campana día y noche. Paco dijo con una firmeza desesperada:
-Entonces, si es verdad que no tenemos salvación, mosén Millán, tengo mujer. Está esperando un hijo. ¿Qué será de ella? ¿Y de mis padres?
Hablaba como si fuera a faltarle el aliento, y le contestaba mosén Millán con la misma prisa enloquecida, entre dientes. A veces pronunciaban las palabras de tal manera, que no se entendían, pero había entre ellos una relación de sobrentendidos.  
-Usted me prometió que me llevarían a un tribunal y me juzgarían. Mosén Millán hablaba atropelladamente de los designios de Dios, y al final de una larga lamentación preguntó:
-¿Te arrepientes de tus pecados?
Paco no lo entendía. Era la primera expresión del cura que no entendía. Cuando el sacerdote repitió por cuarta vez, mecánicamente, la pregunta, Paco respondió que sí con la cabeza. En aquel momento mosén Millán alzó la mano, y dijo: Ego te absolvo in... Al oír estas palabras dos hombres tomaron a Paco por los brazos y lo llevaron al muro donde estaban ya los otros. Paco gritó:
-¿Por qué matan a estos otros? Ellos no han hecho nada.
Uno de ellos vivía en una cueva, como aquel a quien un día llevaron la unción. Los faros del coche –del mismo coche donde estaba mosén Millán- se encendieron, y la descarga sonó casi al mismo tiempo sin que nadie diera órdenes ni se escuchara voz alguna. Los otros dos campesinos cayeron, pero Paco, cubierto de sangre, corrió hacia el coche.
-Mosén Millán, usted me conoce -gritaba enloquecido.
Quiso entrar, no podía. Todo lo manchaba de sangre. Mosén Millán callaba, con los ojos cerrados y rezando. El centurión puso su revólver detrás de la oreja de Paco, y alguien dijo alarmado:
-No. ¡Ahí no!
Se llevaron a Paco arrastrando. Iba repitiendo en voz ronca:
-Pregunten a mosén Millán; él me conoce.
Se oyeron dos o tres tiros más. Luego siguió un silencio en el cual todavía susurraba Paco: «Él me denunció... Mosén Millán, mosén Millán...».
El sacerdote seguía en el coche, con los ojos muy abiertos, oyendo su nombre sin poder rezar. Alguien había vuelto a apagar las luces del coche.
-¿Ya? -preguntó el centurión.
Mosén Millán bajó y, auxiliado por el monaguillo, dio la extremaunción a los tres. Después un hombre le dio el reloj de Paco -regalo de boda de su mujer- y un pañuelo de bolsillo.

3 Juan Goytisolo: Señas de identidad (1966)

La primera y única vez que visitaste el país habías estacionado el coche junto a la cuneta y, encaramado en la cresta del cerro, observaste silencioso la cruz conmemorativa, las lomas erosionadas y desnudas, las montañas informes e incoloras. En 1936 tu padre y cuatro desconocidos – sus nombres y apellidos aparecían escritos también en la lápida- habían caído allí tronchados por las balas de un pelotón de milicianos e inútilmente trataste de reconstituir la escena con la mirada fija en el panorama último  que se ofreciera a sus ojos antes del estrépito de los fusiles y el consabido tiro de gracia: un colmenar, una choza en ruina, el tronco retorcido de un árbol. Era a comienzos de agosto. (…)

De vuelta al Mas – tras la amargura del entierro de Ayuso y el paseo sin rumbo por Montjuich- el escenario del fusilamiento se había impuesto de modo paulatino a tu memoria , entreverado con numerosas imágenes e impresiones de la excursión a Yeste el año del rodaje de los encierros y de vuestra interpelación por la guardia civil.

4. Luis Eduardo Aute: Al alba (1975)

AUTE, Luis Eduardo (1943): “Al alba”. Del disco Albanta (1975-78)
Al alba
Si te dijera, amor mío,
que temo a la madrugada,
no sé qué estrellas son éstas
que hieren como amenazas
ni sé qué sangra la luna
al filo de su guadaña.

Presiento que tras la noche
vendrá la noche más larga,
quiero que no me abandones,
amor mío, al alba,
al alba, al alba.

Los hijos que no tuvimos
se esconden en las cloacas,
comen las últimas flores,
parece que adivinaran
que el día que se avecina
viene con hambre atrasada.

Miles de buitres callados
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.

5. Carme Riera: La fotografía, en  Y pongo por testigo a las gaviotas (1977)

Lo único que tengo, como puede ver, esta fotografía. No quedó demasiado bien porque se movió en el momento de hacerla y porque la máquina no era muy buena, de una marca alemana de antes de la guerra, que le habían regalado a mi padre dos días antes de la excursión. Me la prestó, todavía no sé cómo lo conseguí, después de mucho rogarle…Mi padre era de aquellos que opinan que las cosas se estropean en cuanto empieza a utilizarlas alguien que no es su dueño. Si yo le contara las rabietas que se cogía cuando encontraba en su peine un pelo de otra persona… Hice la foto en el mirador del Gorg Blau. Él estaba en cuclillas sobre el parapeto y a mí eso me asustaba un poco, allá abajo el agua azulísima parecía estar esperando el momento de tragárselo. Sonrió, levantó el puño y en aquel momento sonó el “clic”. Le hice algunas más, tampoco demasiado buenas. Yo no sabía calcular bien ni la distancia ni la luz y además la máquina, ya se lo he dicho, no era nada del otro mundo… Pero todas las fotografías, incluso aquellas que mi padre había hecho en el patio de casa, desaparecieron en un registro, en agosto del 36. Esta fue la única que se salvó, arrugada, en el fondo de un cajón. Probablemente no la vieron, porque si la hubieran visto no la hubieran dejado ni por pienso. Cuando entraron pistola en mano y nos pusieron a los cuatro contra la pared, mi madre se desmayó del susto, pero no nos dejaron que la auxiliáramos.
-Si alguien se mueve, disparamos. ¿Qué os creíais, comunistas?
“Buscamos armas”, dijeron, pero se llevaron las pocas alhajas de mi madre.
-¿No sabíais que teníais la obligación de entregar el oro?
Carme Riera: La fotografía, en Y pongo por testigo a las gaviotas (1977). Páginas 140-141.

6. Manuel Rivas: El lápiz del carpintero (1998)

Los de la partida, los paseadores que se hacían llamar la Brigada del Amanecer, se cabrearon mucho. Primero lo miraron con sorpresa, como diciendo qué burro, se le escapó el tiro, no se mata así. Pero luego, de regreso, rumiaban que les había jodido la fiesta con tanta diligencia. Habían pensado alguna maldad. Quizá cortarle los cojones en vivo y metérselos en la boca. O cercenarle las manos como hicieron con el pintor Francisco Miguel, o con el sastre Luis Huici. ¡Cose ahora, dandy!
No te asustes, mujer, se hacían cosas así, le dijo Herbal a Maria da Visitação. Sé de uno de esos que le fue a dar el pésame a una viuda y le dejó un dedo del marido en la mano. Supo que era de él por la alianza.
El director de la prisión, que era un hombre muy atormentado, dicen que antiguo amigo de algunos de los que estaban dentro, le había pedido aquella noche de asalto que los acompañase. Lo llamó aparte. Le temblaba el reloj de pulsera en la mano. Y le pidió muy por lo bajo: Que no sufra, Herbal. Aun así fue capaz de hacer el paripé. Acompañó a los paseadores a la celda. Pintor, dijo, puede salir en libertad. Acababan de escucharse los toques de las doce de la noche en la campana de la Berenguela. ¿En libertad a las doce de la noche?, preguntó el pintor, desconfiado. Venga, fuera, no me lo ponga difícil. Los falangistas se reían, ocultos todavía en el pasillo.
Y a Herbal la encomienda no le costó ningún trabajo. Porque él, a la hora de matar, se acordaba de su tío el trampero, el mismo que les ponía nombre a los animales. A las liebres las llamaba Josefina y al raposo, don Pedro. Y porque, a decir verdad, le había tomado aprecio a aquel señor. Porque el pintor era un señor hecho y derecho. En sus idas y venidas de la cárcel, trataba al carcelero como si éste fuese el acomodador de un cine.

21 marzo 2014

FICHA 7. Cloti en el hotel Colón

Textos complementarios

Autogiro La Cierva, delante del Hotel Colón (1934)

1. George Orwell: Homenaje a Cataluña (1938)

He tratado de dar una idea aproximada de lo que se sentía estando en medio de las luchas de Barcelona; pero no creo haber logrado transmitir el carácter extraño de aquel período. Cuando miro hacia atrás, una de las cosas que permanecen nítidas en mi memoria son los contactos casuales que uno hacía por aquel entonces, las visiones repentinas de los no combatientes, para quienes todo aquello tan sólo era un alboroto carente de sentido. Recuerdo a una mujer elegantemente vestida que paseaba por las Ramblas, con una canasta de la compra bajo el brazo y un lanudo perrito blanco, mientras los disparos se sucedían a una o dos calles de distancia. Quizá fuera sorda. Y el hombre que agitando un pañuelo blanco en cada mano atravesó corriendo la Plaza de Cataluña, totalmente vacía. Y el grupo de personas, todas vestidas de negro, que durante una hora trataron una y otra vez de cruzar la misma plaza, sin poder lograrlo. Cada vez que emergían de la calle central, las ametralladoras del PSUC apostadas en el hotel Colón abrían fuego y las obligaban a retroceder, aunque era evidente que iban desarmadas. Siempre he pensado que formaban parte de un cortejo fúnebre. Y el hombrecito que hacía las veces de encargado del museo situado sobre el Poliorama, y parecía considerar los sucesos como un acontecimiento social. Estaba encantado de que los ingleses lo visitaran; decía que el inglés era tan simpático. Deseaba que todos volviéramos cuando la lucha hubiera terminado; y yo, de hecho, volví a visitarlo. Y aquel otro, refugiado en un portal, que movía complacido la cabeza hacia el infierno de la Plaza de Cataluña y decía (como quien comenta que la mañana está hermosa): « ¡Así que tenemos otro 19 de julio!». Y los dependientes de la zapatería donde me estaban haciendo unas botas. Fui allí antes de la lucha, cuando todo acabó y, por breves minutos, durante la tregua del 5 de mayo. Pertenecían a la UGT o quizá eran miembros del PSUC; de cualquier modo, políticamente estaban en el otro bando y sabían que yo servía en una milicia del POUM. No obstante, su actitud fue del todo indiferente, y se expresaban con palabras como éstas: «Es una pena todo esto, ¿no es cierto? Y tan malo para los negocios. ¡Qué lástima que no termine! ¡Como si no hubiera bastante lucha en el frente!, etcétera, etcétera». Supongo que hubo gran cantidad de personas, tal vez la mayor parte de los habitantes de Barcelona, para las que lo ocurrido no tenía interés alguno o, por lo menos, no más interés que un ataque aéreo. 

2. Jesús Munárriz y Luis Eduardo Aute (1976): ¡Ay, Carmela! 

Marina Ginestà, en la azotea del Hotel Colón
¿Quién se acordaba de ti
en la batalla del Ebro?
¿Quién serías tú, Carmela,
cantada en la voz del pueblo?
¿Qué miliciano te amó
y fue dueño de tu cuerpo?
¿Quién se acordaba de ti
en la batalla del Ebro?
Ay Carmela, ay Carmela...
¿Dónde has estado, Carmela,
oculta todo este tiempo?
¿Por qué se calló tu nombre
y se enterró tu recuerdo?
¿Qué ha sido de ti, Carmela,
en medio de este silencio?
¿Dónde has estado, Carmela,
oculta todo este tiempo?
Ay Carmela, ay Carmela...
¿Estás viva todavía
o te has muerto en el destierro?
¿Pudiste escapar entonces
o te quedaste aquí dentro?
Preguntas y más preguntas
que se va llevando el viento;
el mismo viento que entonces
desordenaba tu pelo.
Ay Carmela, ay Carmela...
¡Ay Carmela, la de España!
¡Ay Carmela, la del Ebro!
Tu delito fue soñar
y despertar de aquel sueño.
Pero tu nombre ha quedado
en la canción de tu pueblo.
¡Ay Carmela, la de España!
¡Ay Carmela, la del Ebro!
Ay Carmela, ay Carmela...
 
Aute, Luis Eduardo y Munárriz, Jesús (1976): ¡Ay, Carmela!. Intérprete Ana Belén.
Canción grabada originariamente por Rosa León en el LP Oído por mi (1976)

3. Montserrat Roig: La hora violeta (1980)

El restaurante Núria en 1933, en Rambla de Canaletas
Era una tarde del mes de septiembre de 1936, una tarde de calima, la tierra irradiaba bochorno y humedad, y por todas partes se extendía un silencio de inquietud y de espera. De vez en cuando, el falso reposo era roto por grupos de milicianos y milicianas que desfilaban con el puño en alto o por pelotones de mozos de escuadra que imponían la ley y el orden. Al principio, hubo algunas batallas en la ciudad, entre obreros y militares sublevados, pero hacía días que reinaba la calma. La radio decía que, por el momento, la insurrección de los generales traidores había sido sofocada. Kati entró en el Núria y buscó con la memoria a las amigas, pero apenas había nadie ante la mesa de mármol. En un rincón, y no en la mesa de siempre, estaba Judit completamente sola. Entraba de soslayo un rayo de sol que le doraba la piel. Kati esbozó una sonrisa.
-¿Cómo has venido sola?
-Las otras tienen miedo. Mundeta se quiere ir a Siurana, Patricia no hace más que llorar y Sixta…
Kati estuvo riendo un largo rato.
-¡Esas son unas ursulinas! Y tú, ¿no tienes miedo?
Judit dijo que no con la cabeza. Tardó un momento en responder:
-No, no tengo miedo. Pero Joan quiere alistarse para ir al frente. Todos sus amigos se van voluntarios.
Quizás era la primera vez que Kati y Judit se encontraban sin nadie a su alrededor. Kati miró a Judit, hoy, las mejillas color de ciruela parecían más pálidas. El rayo de sol se había desplazado y hablaban casi en la penumbra. 
-La cosa es más grave de lo que parecía. Los amigos de Sant Cugat quieren largarse. Con los de Burgos. Son unos cobardes.
-¿Qué piensas tú de todo esto?
-Pues que va a durar, vaya si va a durar. Los discursos de los generales dan escalofríos, quieren salvar a España, dicen, y los italianos y los alemanes les ayudarán. Todo está patas arriba. […]
-Se cuentan cosas espeluznantes de los sublevados. Entran a saco en los pueblos de Andalucía y matan a todo el mundo, hasta a los niños –dijo Judit-. Joan dice que la República peligra de verdad, que esto es más grave que los sucesos de octubre del treinta y cuatro.
-Seguramente tiene razón. Y es en momentos como este cuando me da rabia haber nacido mujer.
-¿Por qué? –Judit miró a Kati con interés.
-No lo sé… Quizá porque los hombres tienen clara la elección, o con los unos o con los otros. Pueden demostrar cualidades más importantes, pueden emitir juicios independientes. Pero nosotras, las mujeres, solo podemos esperar. Y eso será muy aburrido –Kati se echó a reír, y a Judit no le gustó cómo reía.
-Nosotras no hemos elegido la guerra.
-Bah, eso es una excusa fácil. Igual podemos decir que tampoco la han elegido los hombres que están al lado de la República. Pero ahora todos gritan, lanzan emocionantes proclamas, se afilian a los partidos, en fin, quieren la guerra.
-No, hay hombres que no la quieren, te equivocas –replicó Judit un tanto irritada.
-De acuerdo, de acuerdo, no todos la quieren. Pero ahora se encuentran en ella y creerán que el mundo es suyo. Y nosotras, ¿Qué´? ¿Eh?
-Hay mujeres que van a la guerra –dijo Judit.
-Verás cómo las devuelven a casa en seguida –los ojos de Kati se oscurecieron-. Me gustaría hacer algo, pero no sé qué.
-Yo sufro por Joan.
-Y también deberías sufrir por ti.
-Pero Joan irá al frente –Judit cerró los ojos-. Mi padre no olvidó nunca la guerra del Catorce. Sus mejores amigos murieron en ella y él quedó marcado para siempre por culpa del gas.
-Verás, en una guerra todo el mundo pierde algo.
Judit tomaba a pequeños sorbos un jarabe de grosella. Kati pidió un vermut seco.
-¿Y cómo te has decidido a venir sola? –preguntó Kati.
-No lo sé, me aburría en casa. Joan está fuera todo el día, va a reuniones y cosas de esas. Al principio me entretenía tocando el piano. Pero, ahora, esta espera me pone nerviosa.
-¿Quieres que vayamos a dar un paseo?
Salieron y pronto se encontraron caminando por los contornos de la Plaza del Rey. Allí hacía más fresco, y en los muros de la catedral se recortaba la sombra de los edificios góticos.
-Me gustan las ciudades antiguas, es como si hubiera vivido en otra época.
-Pues a mí no –dijo Kati-. Me entusiasma todo lo que es nuevo. Las máquinas, los coches, la velocidad. ¿Sabes lo que más me gustaría de este mundo?
-¿Qué?
-Pues, ¡pilotar un avión!
Judit se rio y Kati se quedó mirándola. Nunca la había visto reír de aquel modo, como una adolescente feliz.
.Pilotaría un avión y me iría muy lejos, tal vez a descubrir otras tierras en las que nunca hubiera vivido nadie.
-Me paree que eso lo he leído en alguna parte –dijo Judit con malicia.
-¿Verdad que sí? –y ahora fue Kati la que se rio.
Se sentaron en la plaza de Sant Felip Neri. El agua de la fuente parecía decir una especie de canción que se repetía hasta el infinito. El sol se iba escondiendo poco a poco y dejaba en las casas una estela de color ocre.
-Me encanta esta hora –dijo Judit-. Es una hora en la que parece que todo el mundo recupera la armonía perdida. Como si las cosas y los hombres se serenasen.
-A mí no me gusta. Es una hora triste, una hora de muerte.
Montserrat Roig (1980): La hora violeta. Argos Vergara: Barcelona. Páginas 145-148.

Información complementaria

Cine

  • Carlos Saura (1990): ¡Ay, Carmela!
  • Presentación y coloquio en RTVE A la carta: http://goo.gl/H97JUU
Guerra Civil española (1936-1939). Un grupo de cómicos ameniza como puede la vida de los soldados republicanos; pero, cansados de pasar penalidades en el frente, se dirigen a Valencia. Por error, van a parar a la zona nacional, donde caen prisioneros. La única manera de salvar sus vidas es representar un espectáculo para un grupo de militares, que choca de lleno con la ideología de los cómicos.

Orwell, George:

Leer Homenaje a Catalunya (1938): CLICA AQUÍ.

Varios


07 febrero 2014

FICHA 9: El restaurante de la Plaza Real. Eduardo y su padre

El tiempo se había detenido

Durante las últimas vacaciones de Pascua, su propio padre fue a recogerlo al colegio. Había comprado un Ford de nuevo modelo, y estaba orgulloso de él como un niño. Lleno de entusiasmo le llevó a dar una vuelta por la ciudad, para luego cenar juntos en un viejo restaurante de la Plaza Real, donde, le dijo, hablarían como dos hombres, seriamente. Eduardo recordaba palabras de su padre: “Aquí venía muy a menudo el abuelo.” Al decirlo, parecía lleno de emoción. “Hablaremos mucho esta noche, Eduardo – añadió-. Ya tienes catorce años, y desde hoy te considero como un hombre, en quien puedo confiar. Tú serás mi mejor amigo.”
El restaurante daba por un lado a los arcos de la plaza, y por el otro, a las Ramblas. Dentro reinaba una atmósfera tibia, algo melancólica. El maître conocía a su padre, y se acercó solícito. Era un anciano de cabellos blancos, con un frac de corte antiguo, pulcro y no demasiado nuevo. Luis Roda le presentó a su hijo, con orgullo. […] Eduardo se dio cuenta de que para su padre aquellos momentos tenían importancia, continuaban algo, cerraban algo en su vida, a la vez que la abrían a algo nuevo.
Casi todos los camareros eran de edad avanzada. Olía a caoba, a vieja madera. En las paredes había espejos ya un tanto picados, con marcos dorados, plafones decorados en oro, con pinturas oscurecidas por el tiempo. Eduardo se sintió molesto, incómodo. Su padre, en cambio, rebosaba satisfacción. Escogió los vinos cuidadosamente, fingiendo, incluso, consultar su opinión. Bebieron Côte du Rhône y un vino blanco de Coblenza. […] Eduardo se dio cuenta, de pronto, de que allí, dentro del comedorcito, el tiempo se había detenido milagrosamente. Parecían hallarse en pleno siglo XIX, aun fuera en la paz de la Plaza Real, el murmullo apacible y tierno de la fuente, las viejas tiendas, el museo-almacén de Historia Natural.
(págs. 78-79)

Textos complementarios

Can Culleretes, un restaurante de 1786

Mercè Rodoreda (1974): Mirall trencat

La Teresa feia molt de goig i tots els homes es giraven a mirar-la. Ell anava a agafar-li el braç. però es repensà: a Barcelona aquelles coses no es podien fer. Caminaren una estona junts i abans de deixar-les els digué que trigarien bastant a tornar-se a veure perquè havia rebut una carta de París i se n’hi havia d’anar abans d’acabar la setmana.
Al cap de dos dies Valldaura anà una tarda a can Culleretes. Tenia el costum d’anar-hi a menjar nata el dia abans de marxar, quan ja tenia la maleta a punt. Era la seva manera de dir adéu a Barcelona. Quan més distret estava sentí la veu de la Teresa: “¿Em puc asseure a la seva taula?” El mosso se’ls acostà de seguida: “¿Com sempre, senyora Rovira?” La Teresa rigué: “Sí, Joan, nata i ensaïmada”. I tot deixant els guants i el portamonedes a la cadira del costat digué a Valldaura, que encara no s’havia refet de la sorpresa: “Ja veu que faig com vostè”. Parlaren del temps, dels Bergadà, d’en Joaquim, que la Teresa no coneixia. Després estigueren un moment sense saber què dir. La Teresa féu un sospir: “Que bonic deu ser viatjar...” Ell li contestà que ja començava a estar cansar d’anar pel món tot sol i que sempre li havia fet por de casar-se amb una estrangera. “De vegades surt bé, però mai no he tingut ganes de provar-ho”. Tot d’una es recordà de la Bàrbara i es tornà vermell. La Teresa esbarrià la nata amb la punta de la cullereta i tot mirant-lo amb els ulls plens de falsa innocència pensà: "¡Que en deus tenir d’embolics pel món!” Gairebé no parlaren més. Quan s’aixecaren Valldaura li digué adéu amb recança. Estava perdut.
L’endemà, abans de sortir de l’hotel amb la maleta, encarregà que cada dia fessin portar flors a la Teresa. “Violetes; fins que n’hi hagi”. Seria con si l’idil•li de Viena tornés a començar. Però més de peus a terra. Deixà una capsa plena de targetes. A totes hi havia escrit: “Devotament”.
Mercè Rodoreda (1974): Mirall Trencat. Barcelona: Club Editor, pp.73-75.
Vázquez Montalbán, en la mesa

Manuel Vázquez Montalbán: Itinerario por la Barcelona gastronómica

Si no se quiere alejarse demasiado del corazón de la vieja Barcelona, el barrio chino, puede irse a comer a Casa Leopoldo donde la mejor consigna es decir: Vengo de parte de Pepe Carvalho o de Manuel Vázquez Montalbán y pónganme lo que ustedes quieran. La tenacidad de Casa Leopoldo contrasta con la mudanza de un barrio chino en plena remodelación en el que la piqueta le quita las varices de sus viejas prostituciones y extermina poco a poco lo que fueron ingles de la ciudad cuando Jean Genet ejercía por estas calles de ladrón y homosexual. (Le journal d'un voleur). […]
No lejos de Casa Leopoldo, casi al lado de la iglesia románica de San Pablo, Ca l'Isidre es un pequeño y espléndido restaurante que sublima la antigua cocina de mercado, y tampoco lejos de Casa Leopoldo, Quo Vadis no estiliza la cocina de mercado, sino que la ofrece con todo el esplendor que le presta el vecino mercado de La Boquería, especialmente notables sus mezclas de setas y dispuesto el cocinero a guisarte unos espléndidos fideos a la cazuela, aunque no estén en la carta. Yo siempre los pido. La Boquería es de visita obligada porque es el mejor escaparate de materias primas de la ciudad, tanto en su oferta de pescados activada cada día a partir de las siete de la tarde con la llegada de la pesca desde Rosas, como en la de salazones, aves, frutería, carne, despojos. Aquí se encuentra lo que no se encuentra en lugar alguno de Barcelona, aunque los grandes almacenes traten de competir con supermercados de la alimentación que, como El Corte Inglés, incluso plantean el cebo de una sección de gourmets. Pero La Boquería no sólo es el mercado total, sino también un itinerario humano en el que vendedores y compradores posan para la retina del mirón que les sorprende en los mejores gestos, en las mejores interpretaciones de vendedores y compradores.
Isabel Castro (2013): El Born, Barcelona

Manuel Vázquez Montalbán (1987): La soledad del manager

-Elija usted un resaturante, ¿cómo ha dicho que se llama? Carvalho. Colóquese a mi lado. Convengamos que el norte está allí, el sur se va por esa calle y luego el este y el oeste. Al norte, detrás de la iglesia de Santa María del Mar, tenemos El Borne, el restaurante de otro director de cine. Self-Service de unas cazuelas bastante buenas con guisos franceses y quesos ídem. Bastante bueno. Al sur un tascorro gallego, detrás de ese pórtico. A sabe usted lo que nos espera, y a estas horas ya está lleno. Andando un poco más, al este El Raïm, cocina del país, casera, buena. Pocas mesas. Al oeste acaban de inaugurar…
-Conozco el barro y el paño.
-Entonces usted dirá.
-El Raïm está lleno. Vamos a El Borne.
-Es cosa suya. Luego no se queje a la hora de pagar.
Le guiñó el ojo y se puso a caminar ante él con un brazo sobre los hombros altos y puntiagudos de la muchacha.
Manuel Vázquez Montalbán (1987): La soledad del manager. Editorial Planeta, Serie Carvalho, 3: Barcelona. Página 76. 

Joaquín Sabina y Vainica doble (1985): Con las manos en la masa

Siempre que vuelves a casa
me pillas en la cocina
embadurnada de harina
con las manos en la masa
niña no quiero platos finos
vengo del trabajo
y no me apetece pato chino
a ver si me aliñas
un gazpacho con su ajo y su pepino
papas con arroz, bonito con tomate
cochifrito , caldereta, migas con chocolate
cebolleta en vinagreta, morteruelo,
lacon con grelos, bacalao al pil-pil
y un poquito perejil
chiquillo que yo hice un cursillo
para Cordon bleu
eso ya lo se pero chiquilla
dame pepinillos
que yo los remojare
con una copita de ojen
papas con arroz, bonito con tomate
cochifrito, caldereta, migas con chocolate,
cebolleta en vinagreta, morteruelo,
lacon con grelos, bacalao al pil-pil
y un poquito perejil
papas con arroz,bonito con tomate.

Información complementaria

RODOREDA, MERCÈ

VÁZQUEZ MONTALBÁN, MANUEL:

  • MONLEÓN, Rafael y GIRALDI, Franco (1999, TV Series): Las aventuras de Pepe Carvalho.