05 abril 2014

FICHA 10. Hospital Clínic. Cadáver del padre. Miedo y muerte

1 Max Aub: La llamada

Lo soñaré, lo soñaré -gritaba espantado-. Y, entonces, ¿quién me salvará?
Durante la guerra civil, don Marcos Oñate Ballesteros fue visitado -es un decir- a menudo por la policía. Preso tres veces, puesto en libertad otras tantas por influencias de su cuñado, general de división. No vivía en espera de la cuarta entrada por salida. Detuviéronle  por republicano, masón y protestante. Lo último fue cierto durante algunos años de su lejana juventud, por amor hacia una escocesa empleada en casa de don Pedro Domecq, en Jerez, su pueblo.
Se le resintió el corazón, no del hacía ya mucho tiempo olvidado desprecio de Pamela, sino de los timbrazos de los polizontes, siempre en la madrugada. Su médico, don Mauricio Ortega, para el que no tenía secretos desde la pubertad, ordenó a doña Consuelo, que había venido a ser, de novia suya de los quince años, esposa de su amigo del alma a los veinticuatro, con consenso de todos, quitar cuantos timbres, aldabas, llamadores, campanas y campanillas habidos y por haber en el cortijo y en la casa de la calle del Gran Capitán.
 No le valió. Halláronle muerto una mañana, con la cara dando. Clara cuenta "de haber oído el timbrazo".
-Lo soñó -decía la viuda-. ¡No abras! –gritó-y se fue. Parece mentira ¡a los veinticinco años! Se acordaba más de eso que de su noche de bodas.

2. Ramón J. Sender: Réquiem por un campesino español (1953)

Cuando no quedaba nadie en la plaza, sacaron a Paco y a otros dos campesinos de la cárcel, y los llevaron al cementerio, a pie. Al llegar era casi de noche. Quedaba detrás, en la aldea, un silencio temeroso.
El centurión, al ponerlos contra el muro, recordó que no se habían confesado, y envió a buscar a mosén Millán. Éste se extrañó de ver que lo llevaban en el coche del señor Cástulo. (Él lo había ofrecido a las nuevas autoridades.) El coche pudo avanzar hasta el lugar de la ejecución. No se había atrevido mosén Millán a preguntar nada. Cuando vio a Paco, no sintió sorpresa alguna, sino un gran desaliento. Se confesaron los tres. Uno de ellos era un hombre que había trabajado en casa de Paco. El pobre, sin saber lo que hacía, repetía fuera de sí una vez y otra entre dientes: «Yo me acuso, padre..., yo me acuso, padre...». El mismo coche del señor Cástulo servía de confesionario, con la puerta abierta y el sacerdote sentado dentro. El reo se arrodillaba en el estribo. Cuando mosén Millán decía ego te absolvo, dos hombres arrancaban al penitente y volvían a llevarlo al muro.
El último en confesarse fue Paco.
-En mala hora lo veo a usted -dijo al cura con una voz que mosén Millán no le había oído nunca-. Pero usted me conoce, mosén Millán. Usted sabe quién soy.
-Sí, hijo.
-Usted me prometió que me llevarían a un tribunal y me juzgarían.
-Me han engañado a mí también. ¿Qué puedo hacer? Piensa, hijo, en tu alma, y olvida, si puedes, todo lo demás.
-¿Por qué me matan? ¿Qué he hecho yo? Nosotros no hemos matado a nadie. Diga usted que yo no he hecho nada. Usted sabe que soy inocente, que somos inocentes los tres.
-Sí, hijo. Todos sois inocentes; pero ¿qué puedo hacer yo?
-Si me matan por haberme defendido en las Pardinas, bien. Pero los otros dos no han hecho nada.
Paco se agarraba a la sotana de mosén Millán, y repetía: «No han hecho nada, y van a matarlos. No han hecho nada». Mosén Millán, conmovido hasta las lágrimas, decía:
-A veces, hijo mío, Dios permite que muera un inocente. Lo permitió de su propio Hijo, que era más inocente que vosotros tres.
Paco, al oír estas palabras, se quedó paralizado y mudo. El cura tampoco hablaba. Lejos, en el pueblo, se oían ladrar perros y sonaba una campana. Desde hacía dos semanas no se oía sino aquella campana día y noche. Paco dijo con una firmeza desesperada:
-Entonces, si es verdad que no tenemos salvación, mosén Millán, tengo mujer. Está esperando un hijo. ¿Qué será de ella? ¿Y de mis padres?
Hablaba como si fuera a faltarle el aliento, y le contestaba mosén Millán con la misma prisa enloquecida, entre dientes. A veces pronunciaban las palabras de tal manera, que no se entendían, pero había entre ellos una relación de sobrentendidos.  
-Usted me prometió que me llevarían a un tribunal y me juzgarían. Mosén Millán hablaba atropelladamente de los designios de Dios, y al final de una larga lamentación preguntó:
-¿Te arrepientes de tus pecados?
Paco no lo entendía. Era la primera expresión del cura que no entendía. Cuando el sacerdote repitió por cuarta vez, mecánicamente, la pregunta, Paco respondió que sí con la cabeza. En aquel momento mosén Millán alzó la mano, y dijo: Ego te absolvo in... Al oír estas palabras dos hombres tomaron a Paco por los brazos y lo llevaron al muro donde estaban ya los otros. Paco gritó:
-¿Por qué matan a estos otros? Ellos no han hecho nada.
Uno de ellos vivía en una cueva, como aquel a quien un día llevaron la unción. Los faros del coche –del mismo coche donde estaba mosén Millán- se encendieron, y la descarga sonó casi al mismo tiempo sin que nadie diera órdenes ni se escuchara voz alguna. Los otros dos campesinos cayeron, pero Paco, cubierto de sangre, corrió hacia el coche.
-Mosén Millán, usted me conoce -gritaba enloquecido.
Quiso entrar, no podía. Todo lo manchaba de sangre. Mosén Millán callaba, con los ojos cerrados y rezando. El centurión puso su revólver detrás de la oreja de Paco, y alguien dijo alarmado:
-No. ¡Ahí no!
Se llevaron a Paco arrastrando. Iba repitiendo en voz ronca:
-Pregunten a mosén Millán; él me conoce.
Se oyeron dos o tres tiros más. Luego siguió un silencio en el cual todavía susurraba Paco: «Él me denunció... Mosén Millán, mosén Millán...».
El sacerdote seguía en el coche, con los ojos muy abiertos, oyendo su nombre sin poder rezar. Alguien había vuelto a apagar las luces del coche.
-¿Ya? -preguntó el centurión.
Mosén Millán bajó y, auxiliado por el monaguillo, dio la extremaunción a los tres. Después un hombre le dio el reloj de Paco -regalo de boda de su mujer- y un pañuelo de bolsillo.

3 Juan Goytisolo: Señas de identidad (1966)

La primera y única vez que visitaste el país habías estacionado el coche junto a la cuneta y, encaramado en la cresta del cerro, observaste silencioso la cruz conmemorativa, las lomas erosionadas y desnudas, las montañas informes e incoloras. En 1936 tu padre y cuatro desconocidos – sus nombres y apellidos aparecían escritos también en la lápida- habían caído allí tronchados por las balas de un pelotón de milicianos e inútilmente trataste de reconstituir la escena con la mirada fija en el panorama último  que se ofreciera a sus ojos antes del estrépito de los fusiles y el consabido tiro de gracia: un colmenar, una choza en ruina, el tronco retorcido de un árbol. Era a comienzos de agosto. (…)

De vuelta al Mas – tras la amargura del entierro de Ayuso y el paseo sin rumbo por Montjuich- el escenario del fusilamiento se había impuesto de modo paulatino a tu memoria , entreverado con numerosas imágenes e impresiones de la excursión a Yeste el año del rodaje de los encierros y de vuestra interpelación por la guardia civil.

4. Luis Eduardo Aute: Al alba (1975)

AUTE, Luis Eduardo (1943): “Al alba”. Del disco Albanta (1975-78)
Al alba
Si te dijera, amor mío,
que temo a la madrugada,
no sé qué estrellas son éstas
que hieren como amenazas
ni sé qué sangra la luna
al filo de su guadaña.

Presiento que tras la noche
vendrá la noche más larga,
quiero que no me abandones,
amor mío, al alba,
al alba, al alba.

Los hijos que no tuvimos
se esconden en las cloacas,
comen las últimas flores,
parece que adivinaran
que el día que se avecina
viene con hambre atrasada.

Miles de buitres callados
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.

5. Carme Riera: La fotografía, en  Y pongo por testigo a las gaviotas (1977)

Lo único que tengo, como puede ver, esta fotografía. No quedó demasiado bien porque se movió en el momento de hacerla y porque la máquina no era muy buena, de una marca alemana de antes de la guerra, que le habían regalado a mi padre dos días antes de la excursión. Me la prestó, todavía no sé cómo lo conseguí, después de mucho rogarle…Mi padre era de aquellos que opinan que las cosas se estropean en cuanto empieza a utilizarlas alguien que no es su dueño. Si yo le contara las rabietas que se cogía cuando encontraba en su peine un pelo de otra persona… Hice la foto en el mirador del Gorg Blau. Él estaba en cuclillas sobre el parapeto y a mí eso me asustaba un poco, allá abajo el agua azulísima parecía estar esperando el momento de tragárselo. Sonrió, levantó el puño y en aquel momento sonó el “clic”. Le hice algunas más, tampoco demasiado buenas. Yo no sabía calcular bien ni la distancia ni la luz y además la máquina, ya se lo he dicho, no era nada del otro mundo… Pero todas las fotografías, incluso aquellas que mi padre había hecho en el patio de casa, desaparecieron en un registro, en agosto del 36. Esta fue la única que se salvó, arrugada, en el fondo de un cajón. Probablemente no la vieron, porque si la hubieran visto no la hubieran dejado ni por pienso. Cuando entraron pistola en mano y nos pusieron a los cuatro contra la pared, mi madre se desmayó del susto, pero no nos dejaron que la auxiliáramos.
-Si alguien se mueve, disparamos. ¿Qué os creíais, comunistas?
“Buscamos armas”, dijeron, pero se llevaron las pocas alhajas de mi madre.
-¿No sabíais que teníais la obligación de entregar el oro?
Carme Riera: La fotografía, en Y pongo por testigo a las gaviotas (1977). Páginas 140-141.

6. Manuel Rivas: El lápiz del carpintero (1998)

Los de la partida, los paseadores que se hacían llamar la Brigada del Amanecer, se cabrearon mucho. Primero lo miraron con sorpresa, como diciendo qué burro, se le escapó el tiro, no se mata así. Pero luego, de regreso, rumiaban que les había jodido la fiesta con tanta diligencia. Habían pensado alguna maldad. Quizá cortarle los cojones en vivo y metérselos en la boca. O cercenarle las manos como hicieron con el pintor Francisco Miguel, o con el sastre Luis Huici. ¡Cose ahora, dandy!
No te asustes, mujer, se hacían cosas así, le dijo Herbal a Maria da Visitação. Sé de uno de esos que le fue a dar el pésame a una viuda y le dejó un dedo del marido en la mano. Supo que era de él por la alianza.
El director de la prisión, que era un hombre muy atormentado, dicen que antiguo amigo de algunos de los que estaban dentro, le había pedido aquella noche de asalto que los acompañase. Lo llamó aparte. Le temblaba el reloj de pulsera en la mano. Y le pidió muy por lo bajo: Que no sufra, Herbal. Aun así fue capaz de hacer el paripé. Acompañó a los paseadores a la celda. Pintor, dijo, puede salir en libertad. Acababan de escucharse los toques de las doce de la noche en la campana de la Berenguela. ¿En libertad a las doce de la noche?, preguntó el pintor, desconfiado. Venga, fuera, no me lo ponga difícil. Los falangistas se reían, ocultos todavía en el pasillo.
Y a Herbal la encomienda no le costó ningún trabajo. Porque él, a la hora de matar, se acordaba de su tío el trampero, el mismo que les ponía nombre a los animales. A las liebres las llamaba Josefina y al raposo, don Pedro. Y porque, a decir verdad, le había tomado aprecio a aquel señor. Porque el pintor era un señor hecho y derecho. En sus idas y venidas de la cárcel, trataba al carcelero como si éste fuese el acomodador de un cine.