22 marzo 2014

FICHA 16. Encuentro en Las Flores: bares y tablaos del Barrio Chino

1932. España estaba cubierta entonces de vagabundos: sus mendigos iban de pueblo en pueblo, por Andalucía en razón de su buen clima; por Cataluña, de su riqueza, pero todo el país nos era favorable. Fui así un piojo con la conciencia de serlo. En Barcelona, frecuentábamos sobre todo la calle Mediodía y la del Carmen. Nos acostábamos a veces seis en un jergón sin sábanas y, al amanecer, íbamos a pordiosear por los mercados. Salíamos en banda del Barrio Chino y nos dispersábamos con un capacho bajo el brazo, pues las amas de casa nos daban más bien un puerro o un nabo que unos céntimos. A mediodía regresábamos y nos hacíamos la sopa con lo recaudado. (…)
El Barrio Chino era entonces una especie de guarida que poblaban no tanto españoles como extranjeros, maleantes piojosos todos ellos. A veces, vestíamos camisas de seda verde almendra o amarillo claro, calzábamos alpargatas rozadas y llevábamos el pelo pegado, tan barnizado que parecía que se nos iba a cuartear. (…)
Detrás del Paralelo, había un descampado donde los maleantes jugaban  a las cartas. (El Paralelo es un avenida de Barcelona paralela a las célebres Ramblas. Entre estas dos arterias, muy anchas, una muchedumbre de calles estrechas, oscuras y sucias forman el Barrio Chino.)  (…)
Josep Llovera i Bofill (1890): Ball flamenc Museu Municipal de Reus
Consistía en una sala no muy grande donde se alineaban una docena de mesas en torno a un espacio vacío, rectangular, en uno de cuyos extremos había un piano vacío y dos sillas. En las sillas reposaban un saxófono y un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado. (…)
Llevábamos mucho rato en el cabaret cuando empezó el espectáculo. Primero llegó un hombre que fue recibido por los eructos del marino y que resultó ser el instrumentista, es decir, el que se hacía cargo del saxófono y el violoncelo. Tomó este último instrumento y le arrancó unas notas lúgubres acompañado por el piano. Luego la mujer del piano se levantó y pronunció unas palabras de bienvenida. El marino había sacado de su bolsa de hule un bocadillo apestoso y lo mordisqueaba vertiendo migas y rumias sobre la mesa. El oficinista lóbrego, de las gruesas gafas, se quitó los zapatos. El vejete nos dirigía guiños. (…)
Recuerdo vivamente la profunda impresión que me produjo María Coral la primera vez que la vi. Tenía el cabello negro y espeso que caía en serenas ondas sobre sus espaldas, los ojos negros también y muy grandes, la boca pequeña de gruesos labios, la nariz recta, la cara redonda. Iba exageradamente pintada y aún conservaba la capa de terciopelo y pedrería con que se tapaba después de su actuación. Había seguido con el corazón encogido sus evoluciones en el aire, lanzada y recogida por aquellos forzudos torpes, idiotas y bestiales que la sobaban y mandaban con el gesto autoritario del toro semental.
La desconfianza no se la había proporcionado el oficio sino los genes. Desconfiado como mi madre, pensó Carvalho mientras las nieblas matutinas salían de su estómago y dejaban espacio libre para un hambre rotunda. Dudó entre encargarle a Biscuter que le improvisara una comida o patear Rambla arriba con Charo en busca de un restaurante propicio. Una súbita pereza telefónica le impidió citar a Charo y una incontrolada mecánica nerviosa le llevó a la Rambla y a la cavilosa selección de un restaurante cercano. Se tomó un triple de cerveza en la Plaza Real añorando una perdida tapa de calamares con salsa de pimienta y nuez moscada que había caracterizado a la cervecería más multitudinaria del recinto. Flotantes en una agüilla amarronada, momificadas patas de calamar se proponían suplir a ilustres antepasados. Lo malo de las culturas de lo fugaz es precisamente su fugacidad. Por esta cocina pasó un genio en el arte de guisar el calamar, creó la ilusión de un sabor eterno y se marchó dejando un vacío irreparable. Ni siquiera quedaba nadie en condiciones de ponerle en la pista del genio. Los camareros son pájaros de vuelo fácil y sobre todo en estos tiempos en que es camarero todo aquel capaz de ponerse una chaqueta blanca más sucia que la del día anterior pero menos que mañana. Tras la centésima reflexión masoquista sobre dónde estarían los calamares de antaño, Carvalho decidió compensarse a sí mismo comiendo en el Agut d’Avignon, restaurante que le complacía por la bondad de sus guisos y le desagradaba por la poquedad de sus raciones.

Manuel Vázquez Montalbán (1977): La soledad del manager. Planeta Serie Carvalho: Barcelona. Páginas 33-34.
Vanessa era una de esas mujeres de cuerpo omnipresente que parece que siempre se están dejando acariciar por el aire. Culigorda y patirrecia. Ahora, que era disparatadamente joven, tenía en las carnes ese lustre de la adolescencia. Pero pronto se pondría hecha una foca, y si no al tiempo. Gorjeaba y se removía en su banqueta, inconsciente de todo lo que no fuera su propio pavoneo, con los ojos encendidos por la lumbre aguada de la ginebra, vestida y maquillada como si fuera un zorrón. A Bella nunca le gustó la chica; le parecía tonta, impertinente y sin sustancia.
-Anda, ricura, dame otro cubata, bien cargado…-arrulló Vanessa.
-Estás borracha –contestó Menéndez despreciativamente-. Se acabó la bebida.
Vanessa abrió mucho los ojos y parpadeó furiosamente, en parte a causa de la perplejidad y en parte como arma seductora, y una de sus pestañas postizas se le pegó al párpado de abajo. A su lado había 130 kilos de cliente, un hombrón silencioso que desparramaba su envergadura animal sobre el mostrador y se afanaba en construir ingenios saltadores a base de palillos de dientes. Vanessa se chupó la yema del dedo índice y luego la aplicó, con pulso incierto, sobre el punto corrido de una media.
-Anda, cielo, estoy seca, dame un cubatita… -insistió melosa, con la pestaña despegada rubricando su ojo izquierdo a modo de felpudo.

Rosa Montero (1983): Te trataré como una reina. Seix Barral Biblioteca Breve: Barcelona. Página 51.
El local consistía en una pieza irregular, angosta y profunda, de techo bajo. Viejos carteles de toros adornaban las paredes, cubriendo sus desconchados. Una nube de humo rancio permanecía suspendida a la altura de las cabezas. La mujer señaló con aspereza una mesa vacía en el centro del local. Prullàs e Ignacio Vallsigorri se sentaron. En una mesa contigua un hombre de cuerpo exiguo y cabeza enorme cantaba, sin otro acompañamiento instrumental que el tamborilear de sus propios dedos en la mesa, la colpa lastimera que habían oído desde el callejón.
A las desdichas del cantaor se mostraba indiferente una numerosa clientela formada por pocas mujeres y muchos hombres de rostro curtido y aire absorto, algunos gitanos, los más, estibadores y obreros, soldados de permiso, pequeños traficantes. 

6. María Rodés: Flor del mal (2014, cuplé)

Entre las sombras, de mi pasado
Hay una estrella, sin redención
Que nunca supo, llevar mis pasos
Por el camino, de una ilusión
 Mis ojos nunca, miraron alto
Solo la tierra, donde viví
Y poco a poco quemé las horas
Que a todas horas, tiemblan en mí
 Y por mi eterna tristeza
Y por un sino casual
Soy una flor sin aroma
Flor del mal
 Sueños de barro, todo es mentira
Fingen los labios, una pasión
Y ahora que quiero, borrar mi huella
No encuentro el alma, ni mi perdón
 La noche extraña
No tiene aurora
Ni mis recuerdos amanecer
Tal vez la vida con su condena
No tiene en cuenta que soy mujer
Y por mi eterna tristeza
Y por un sino casual
Soy una flor sin aroma
Flor del mal
 
“Cuplé Flor del mal”. Del álbum María canta copla (2014)

Información complementaria

Genet, Jean

Música