1932. España estaba
cubierta entonces de vagabundos: sus mendigos iban de pueblo en pueblo, por
Andalucía en razón de su buen clima; por Cataluña, de su riqueza, pero todo el
país nos era favorable. Fui así un piojo con la conciencia de serlo. En
Barcelona, frecuentábamos sobre todo la calle Mediodía y la del Carmen. Nos
acostábamos a veces seis en un jergón sin sábanas y, al amanecer, íbamos a
pordiosear por los mercados. Salíamos en banda del Barrio Chino y nos
dispersábamos con un capacho bajo el brazo, pues las amas de casa nos daban más
bien un puerro o un nabo que unos céntimos. A mediodía regresábamos y nos
hacíamos la sopa con lo recaudado. (…)
El Barrio Chino era
entonces una especie de guarida que poblaban no tanto españoles como
extranjeros, maleantes piojosos todos ellos. A veces, vestíamos camisas de seda
verde almendra o amarillo claro, calzábamos alpargatas rozadas y llevábamos el
pelo pegado, tan barnizado que parecía que se nos iba a cuartear. (…)
Detrás del Paralelo,
había un descampado donde los maleantes jugaban
a las cartas. (El Paralelo es un avenida de Barcelona paralela a las
célebres Ramblas. Entre estas dos arterias, muy anchas, una muchedumbre de calles
estrechas, oscuras y sucias forman el Barrio Chino.) (…)
Josep
Llovera i Bofill (1890): Ball flamenc . Museu Municipal de Reus
Consistía en una sala no muy grande donde se
alineaban una docena de mesas en torno a un espacio vacío, rectangular, en uno
de cuyos extremos había un piano vacío y dos sillas. En las sillas reposaban un
saxófono y un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida
con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado. (…)
Llevábamos mucho rato en el cabaret cuando
empezó el espectáculo. Primero llegó un hombre que fue recibido por los eructos
del marino y que resultó ser el instrumentista, es decir, el que se hacía cargo
del saxófono y el violoncelo. Tomó este último instrumento y le arrancó unas
notas lúgubres acompañado por el piano. Luego la mujer del piano se levantó y
pronunció unas palabras de bienvenida. El marino había sacado de su bolsa de
hule un bocadillo apestoso y lo mordisqueaba vertiendo migas y rumias sobre la
mesa. El oficinista lóbrego, de las gruesas gafas, se quitó los zapatos. El
vejete nos dirigía guiños. (…)
Recuerdo vivamente la profunda impresión que me
produjo María Coral la primera vez que la vi. Tenía el cabello negro y espeso
que caía en serenas ondas sobre sus espaldas, los ojos negros también y muy
grandes, la boca pequeña de gruesos labios, la nariz recta, la cara redonda.
Iba exageradamente pintada y aún conservaba la capa de terciopelo y pedrería
con que se tapaba después de su actuación. Había seguido con el corazón
encogido sus evoluciones en el aire, lanzada y recogida por aquellos forzudos
torpes, idiotas y bestiales que la sobaban y mandaban con el gesto autoritario
del toro semental.
La desconfianza no se la había proporcionado
el oficio sino los genes. Desconfiado como mi madre, pensó Carvalho mientras
las nieblas matutinas salían de su estómago y dejaban espacio libre para un
hambre rotunda. Dudó entre encargarle a Biscuter que le improvisara una comida
o patear Rambla arriba con Charo en busca de un restaurante propicio. Una
súbita pereza telefónica le impidió citar a Charo y una incontrolada mecánica
nerviosa le llevó a la Rambla y a la cavilosa selección de un restaurante
cercano. Se tomó un triple de cerveza en la Plaza Real añorando una perdida
tapa de calamares con salsa de pimienta y nuez moscada que había caracterizado
a la cervecería más multitudinaria del recinto. Flotantes en una agüilla
amarronada, momificadas patas de calamar se proponían suplir a ilustres
antepasados. Lo malo de las culturas de lo fugaz es precisamente su fugacidad.
Por esta cocina pasó un genio en el arte de guisar el calamar, creó la ilusión
de un sabor eterno y se marchó dejando un vacío irreparable. Ni siquiera
quedaba nadie en condiciones de ponerle en la pista del genio. Los camareros
son pájaros de vuelo fácil y sobre todo en estos tiempos en que es camarero
todo aquel capaz de ponerse una chaqueta blanca más sucia que la del día anterior
pero menos que mañana. Tras la centésima reflexión masoquista sobre dónde
estarían los calamares de antaño, Carvalho decidió compensarse a sí mismo
comiendo en el Agut d’Avignon, restaurante que le complacía por la bondad de
sus guisos y le desagradaba por la poquedad de sus raciones.
Manuel
Vázquez Montalbán (1977): La soledad del
manager. Planeta Serie Carvalho: Barcelona. Páginas 33-34.
Vanessa era una de
esas mujeres de cuerpo omnipresente que parece que siempre se están dejando
acariciar por el aire. Culigorda y patirrecia. Ahora, que era disparatadamente
joven, tenía en las carnes ese lustre de la adolescencia. Pero pronto se
pondría hecha una foca, y si no al tiempo. Gorjeaba y se removía en su banqueta,
inconsciente de todo lo que no fuera su propio pavoneo, con los ojos encendidos
por la lumbre aguada de la ginebra, vestida y maquillada como si fuera un
zorrón. A Bella nunca le gustó la chica; le parecía tonta, impertinente y sin
sustancia.
-Anda, ricura, dame
otro cubata, bien cargado…-arrulló Vanessa.
-Estás borracha
–contestó Menéndez despreciativamente-. Se acabó la bebida.
Vanessa abrió mucho
los ojos y parpadeó furiosamente, en parte a causa de la perplejidad y en parte
como arma seductora, y una de sus pestañas postizas se le pegó al párpado de
abajo. A su lado había 130 kilos de cliente, un hombrón silencioso que
desparramaba su envergadura animal sobre el mostrador y se afanaba en construir
ingenios saltadores a base de palillos de dientes. Vanessa se chupó la yema del
dedo índice y luego la aplicó, con pulso incierto, sobre el punto corrido de
una media.
-Anda, cielo, estoy
seca, dame un cubatita… -insistió melosa, con la pestaña despegada rubricando
su ojo izquierdo a modo de felpudo.
Rosa Montero (1983): Te trataré
como una reina. Seix Barral Biblioteca Breve: Barcelona. Página 51.
El local consistía en
una pieza irregular, angosta y profunda, de techo bajo. Viejos carteles de
toros adornaban las paredes, cubriendo sus desconchados. Una nube de humo
rancio permanecía suspendida a la altura de las cabezas. La mujer señaló con
aspereza una mesa vacía en el centro del local. Prullàs e Ignacio Vallsigorri
se sentaron. En una mesa contigua un hombre de cuerpo exiguo y cabeza enorme
cantaba, sin otro acompañamiento instrumental que el tamborilear de sus propios
dedos en la mesa, la colpa lastimera que habían oído desde el callejón.
A las desdichas del
cantaor se mostraba indiferente una numerosa clientela formada por pocas
mujeres y muchos hombres de rostro curtido y aire absorto, algunos gitanos, los
más, estibadores y obreros, soldados de permiso, pequeños traficantes.
Entre las sombras, de mi pasado
Hay una estrella, sin redención
Que nunca supo, llevar mis pasos
Por el camino, de una ilusión
Mis ojos nunca, miraron alto
Solo la tierra, donde viví
Y poco a poco quemé las horas
Que a todas horas, tiemblan en mí
Y por mi eterna tristeza
Y por un sino casual
Soy una flor sin aroma
Flor del mal
Sueños de barro, todo es mentira
Fingen los labios, una pasión
Y ahora que quiero, borrar mi huella
No encuentro el alma, ni mi perdón
La noche extraña
No tiene aurora
Ni mis recuerdos amanecer
Tal vez la vida con su condena
No tiene en cuenta que soy mujer
Y por mi eterna tristeza
Y por un sino casual
Soy una flor sin aroma
Flor del mal
“Cuplé Flor del mal”. Del álbum María canta copla (2014)
Información complementaria
Genet, Jean
- Caño Arecha, Juan: Genet al Raval, a El documental, de TV3.
- García, Rossi (2 septiembre 2009): Genet en el Raval, en El Mundo.
- Goytisolo, Juan (3 enero 2009): La santidad de Genet, en El País.
Música
- León, Rafael de, Quintero, Antonio y Quiroga, Manuel: “Tatuaje”. Interpretado por Concha PIQUER (1941).
- Llovera, Josep
- Rodés, María (1986): Página personal de María Rodés
- Tablaos de Barcelona