20 marzo 2014

FICHA 3. Colegio de los Jesuitas

Textos complementarios

Colegio de los Jesuitas, de Sarriá

1. Miguel Delibes: El camino (1950)


Miguel Delibes, de niño. Foto del Colegio de las Carmelitas, Valladolid.
El quesero, a pesar del estado de ánimo de Daniel, el Mochuelo, se sentía orgulloso de su decisión y de poder llevar a cabo su decisión. Lo que no podían otros. La víspera habían recorrido juntos  el pueblo, padre e hijo, para despedirse.
—El chico se va mañana a la ciudad. Tiene ya once años y es hora de que empiece el grado.
Y el quesero se quedaba plantado, mirándole a él, como diciendo: "¿Qué dice el estudiante?". Pero él miraba al suelo entristecido. No había nada que decir. Bastaba con obedecer.
Pero en el pueblo todos se mostraban muy cordiales y afectuosos, algunos en exceso, como si les aligerase no poco el saber que al cabo de unas horas iban a perder de vista a Daniel, el Mochuelo, para mucho tiempo. Casi todos le daban palmaditas en el cogote y expresaban, sin rebozo, sus esperanzas y buenos deseos:

Miguel Delibes, de niño. Foto del Colegio de las Carmelitas, Valladolid.

—A ver si vuelves hecho un hombre.
— ¡Bien, muchacho! Tú llegarás a ministro. Entonces daremos tu nombre a una calle del pueblo. O a la Plaza. Y tú vendrás a descubrir la lápida y luego comeremos todos juntos en el Ayuntamiento. ¡Buena borrachera ese día!
Y Paco, el herrero, le guiñaba un ojo y su pelo encarnado despedía un vivo centelleo.
La Guindilla mayor fue una de las que más se alegraron con la noticia de la marcha de Daniel, el Mochuelo.
—Bien te viene que te metan un poco en cintura, hijo. La verdad. Ya sabes que yo no tengo pelos en la lengua. A ver si en la ciudad te enseñan a respetar a los animales y a no pasear en cueros por las calles del pueblo. Y a cantar el "Pastora Divina" como Dios manda. —Hizo una pausa y llamó—: ¡Quino! Daniel se va a la ciudad y viene a despedirse.
Y bajó Quino. Y a Daniel, el Mochuelo, al ver de cerca el muñón, se le revivían cosas pasadas y experimentabas una angustiosa y sofocante presión en el pecho. Y a Quino, el Manco, también le daba tristeza perder aquel amigo y para disimular su pena se golpeaba la barbilla con el muñón reiteradamente y sonreía sin cesar:
—Bueno, chico... ¡Quién pudiera hacer otro tanto...! Nada... lo dicho. —En su turbación Quino, el Manco, no advertía que no había dicho nada—. Que sea para tu bien.
Y después, Pancho, el Sindiós, se irritó con el quesero porque mandaba a su hijo a un colegio de frailes. El quesero no le dio pie para desahogarse:
—Traigo al chico para que te diga adiós a ti y a los tuyos. No vengo a discutir contigo sobre si debe estudiar con un cura o con un seglar.
Y Pancho se rio y soltó una palabrota y le dijo a Daniel que a ver si estudiaba para médico y venía al pueblo a sustituir a don Ricardo, que ya estaba muy torpe y achacoso. Luego le dijo al quesero, dándole un golpe en el hombro:
—Chico, cómo pasa el tiempo.
Y el quesero dijo:
—No somos nadie.
Y también el Peón estuvo muy simpático con ellos y le dijo a su padre que Daniel tenía un gran porvenir en los libros si se decidía a estudiar con ahínco. Añadió que se fijasen en él. También salió de la nada. Él no era nadie y a fuerza de puños y de cerebro había hecho una carrera y había triunfado. Y tan orgulloso se sentía de sí mismo, que empezó a torcer la boca de una manera espasmódica, y cuando ya se mordía casi la negra patilla se despidieron de él y le dejaron a solas con sus muecas, su orgullo íntimo y sus frenéticos aspavientos.
Don José, el cura, que era un gran santo, le dio buenos consejos y le deseó los mayores éxitos. A la legua se advertía que don José tenía pena por perderle. Y Daniel, el Mochuelo, recordó su sermón del día de la Virgen. Don José, el cura, dijo entonces que cada cual tenía un camino marcado en la vida y que se podía renegar de ese camino por ambición y sensualidad y que un mendigo podía ser más rico que un millonario en su palacio, cargado de mármoles y criados.
Al recordar esto, Daniel, el Mochuelo, pensó que él renegaba de su camino por la ambición de su padre. Y contuvo un estremecimiento. Le anegó la tristeza al pensar que a lo mejor, a su vuelta, don José ya no estaría en el confesionario ni podría llamarle "gitanón", sino en una hornacina de la parroquia, convertido en un santo de corona y peana. Pero, en ese caso, su cuerpo corrupto se pudriría junto al de Germán, el Tiñoso, en el pequeño cementerio de los dos cipreses rayanos a la iglesia. Y miró a don José con insistencia, agobiado por la sensación de que no volvería a verle hablar, accionar, enfilar sus ojillos pitañosos y agudos.
Y, al pasar por la finca del Indiano, quiso ponerse triste al pensar en la Mica, que iba a casarse uno de aquellos días, en la ciudad. Pero no sintió pesadumbre por no poder ver a la Mica, sino por la necesidad de abandonar el valle sin que la Mica le viese y le compadeciese y pensase que era desgraciado.
El Moñigo no había querido despedirse porque Roque bajaría a la estación a la mañana siguiente. Le abrazaría en último extremo y vigilaría si sabía ser hombre hasta el fin. Con frecuencia le había advertido el Moñigo:
—Al marcharte no debes llorar. Un hombre no debe llorar aunque se le muera su padre entre horribles dolores.
Daniel, el Mochuelo, recordaba con nostalgia su última noche en el valle. Dio media vuelta en la cama y de nuevo atisbó la cresta del Pico Rando iluminada por los primeros rayos del Sol. Se le estremecieron las aletillas de la nariz al percibir una vaharada intensa a hierba húmeda y a boñiga. De repente, se sobresaltó. Aún no se sentía movimiento en el valle y, sin embargo, acababa de oír una voz humana. Escuchó. La voz le llegó de nuevo, intencionadamente amortiguada:
— ¡Mochuelo!
Se arrojó de la cama, exaltado, y se asomó a la carretera. Allí abajo, sobre el asfalto, con una cantarilla vacía en la mano, estaba la Uca—uca. Le brillaban los ojos de una manera extraña.
—Mochuelo, ¿sabes? Voy a La Cullera a por la leche. No te podré decir adiós en la estación.
Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear  la cacharra de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.
—Adiós, Uca—uca —dijo el Mochuelo. Y su voz tenía unos trémolos inusitados.
—Mochuelo, ¿te acordarás de mí?
Daniel apoyó los codos en el alféizar y se sujetó la cabeza con las manos. Le daba mucha vergüenza decir aquello, pero era ésta su última oportunidad.
—Uca—uca... —dijo, al fin—. No dejes a la Guindilla que te quite las pecas, ¿me oyes? ¡No quiero que te las quite!
Y se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca—uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin.

2. Carmen Martín Gaite: Ritmo lento (1963)

A poco de terminar la guerra murió la abuela Trinidad y la heredamos. Mi padre, a quien habían destituido de su cargo universitario, escribía y estaba siempre en casa.
-Ven a consultarme todo lo que quieras –me dijo cuando empecé a frecuentar el Instituto-. No dejes pasar ninguna cosa a medio entender, como hace tu hermana, que estudia como un papagayo la pobre.
Me quedé muy sorprendido. ¿Habría adivinado mi complejo frente a Aurora, que estaba terminando el bachillerato antes de la edad reglamentaria y siempre a base de matrículas de honor? Pero mi padre no solía consolar a nadie y menos por semejantes caminos. Le miré y estaba serio.
-¿Piensas que Aurora no estudia bien? –le pregunté, confuso.
-Eso pienso, exactamente. No sabe estudiar.
-Pero saca buenas notas –afirmé yo. ¿No saca las mejores notas?
-¡Qué tiene que ver! Pero no sabe nada. Solo estudia para sacar las notas y luego se le olvida todo, porque la verdad es que le importa poquísimo. Espero que a ti no te pasará igual.
Aquellas palabras, aunque afirmaban algo tan sorprendente como la escasa capacidad de mi hermana para los estudios, fueron, por lo que a mí se referían, el espaldarazo que me armó caballero. Prometí solemnemente que me esforzaría por entender bien las cosas.
-También allí, en clase –añadió mi padre-, discute con los otros compañeros lo que te parezca confuso. Y pídeles aclaraciones a los profesores si hace falta. Nunca te dé vergüenza hacerlo. Prométemelo.
Pronto, sin embargo, comprendí que esta promesa era casi imposible de cumplir. Los profesores hablaban de un modo tan seguro y uniforme que ninguna de sus pausas en las explicaciones, aunque a veces las hicieran, invitaba a posibles interrupciones. Y aun esta dificultad, con ser muy grande, habría sido insuperable; pero lo que más me desanimaba era darme cuenta de que una interrupción mía –caso de que hubiera tenido el valor de llegar a formularla- no habría sido secundada por el interés de los otros compañeros.
A veces, cuando menos entendía lo que estaba diciendo el profesor y más me parecía que hablaba para él solo, olvidado completamente de su auditorio, más volvía los ojos yo a este mismo auditorio, como para sentir respaldada mi incomprensión con la de ellos. Pero los demás, con las cabezas inclinadas sobre el pupitre, cogían sus apuntes mansamente, atentos sobre todo a dejarse escapar la menor cantidad de palabras posible. Y si alguno no escribía, nunca en su mirada, tropezada con la mía al azar, se reflejó la menor sorpresa e incertidumbre, sino el dulce reposo de quien no piensa en nada relacionado con lo que está oyendo. Y tanto a estos como a los aplicados, en el fondo los envidiaba.
Carmen Martín Gaite: Ritmo lento. Editorial Destino Áncora y Delfín. Páginas 157

3. Silvio Rodríguez: ¿A dónde van las palabras que no se quedaron? (1975)

¿A dónde van las palabras que no se quedaron?
¿A dónde van las miradas que un día partieron?
¿Acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón?
¿O se acurrucan, entre las rendijas, buscando calor? 
¿Acaso ruedan sobre los cristales, cual gotas de lluvia que quieren pasar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo?
¿Acaso se van?
¿Y a dónde van? 
¿A dónde van? 
¿En qué estarán convertidos mis viejos zapatos?
¿A dónde fueron a dar tantas hojas de un árbol?
¿Por dónde están las angustias, que desde tus ojos saltaron por mí?
¿A dónde fueron mis palabras sucias de sangre de abril? 
¿A dónde van ahora mismo estos cuerpos, que no puedo nunca dejar de alumbrar? 
¿Acaso nunca vuelven a ser algo?
¿Acaso se van? 
¿Y a dónde van? 
¿A dónde van? 
¿A dónde va lo común, lo de todos los días?
¿El descalzarse en la puerta, la mano amiga?
¿A dónde va la sorpresa, casi cotidiana del atardecer?
¿A dónde va el mantel de la mesa, el café de ayer?
¿A dónde van los pequeños terribles encantos que tiene el hogar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo? 
¿Acaso se van?
¿Y a dónde van?
¿A dónde van?

 
Rodríguez, Silvio (1946): “¿A dónde van?”. Del álbum Mujeres (1978)

4. Montserrat Roig: La hora violeta (1980)

Mientras la pandilla de los morados se sentaba alrededor de un farol y se inventaba sus aventus, él, Ferran, copiaba en un papel de calco los mapas que necesitábamos para ir a la selva. El padre de Ferran era el único del barrio que había hecho unas perras con el estraperlo. Germinal arrastraba tras de sí a Ferran como una muleta, los demás huían de él. Les aburría. Ferran era el mejor estudiante, medalla de oro en todos los cursos. Germinal, no. Germinal, de pequeño, tartamudeaba (aunque luego se le curó el defecto), y el director de la escuela no podía soportar a los niños que hablaban mal. Germinal pudo entrar en la única escuela laica que había entonces en Barcelona –y que, por tanto, era carísima- porque tenía unos antecedentes honorables: su padre, anarquista, había muerto tísico en la cárcel. En casa de Germinal las pasaban moradas. Su madre limpiaba casas para que su hijo y ella tuvieran algo que comer. Pero Germinal no supo agradecer la extraordinaria amabilidad del señor director y, a pesar de su tartamudez, se convirtió pronto en el líder de los indeseables. Como aquella vez que zurraron a Sanchís, insoportable hijo de papá, pedante, estúpido y chivato. Germinal organizó el grupo de Los vengadores de la mano negra con el fin de dar a Sanchís su merecido. Le sacudieron de firme. Por la mañana entró en clase el director, echando chispas y, con aquel tic irritante que le hacía mover la barbilla sin cesar –un tic que Germinal imitaba muy bien-, dijo, os vais a quedar aquí hasta que aparezca el responsable, y si es preciso os quedaréis toda la noche. Nadie se movió. Nadie dijo esta boca es mía. El director llamó a Ferran a su despacho y le dijo, después de mover la barbilla arriba y abajo un sinfín de veces, ¿cómo puedes haberte metido en una cosa así…? Pero si yo no estaba, balbuceó Ferran. Claro que no fue un chivato y no denunció a Germán –aunque había contemplado la escena de la tunda desde su balcón –, pero lo cierto es que dijo que él no estaba. Fue el único que se fue a su casa y no recibió ningún castigo… Germinal estuvo de morros durante un mes. Y le deslizó una nota bajo la tapa del pupitre: no llegas ni a Judas. Tú, ni carne ni pescado, ¿verdad?
Montserrat Roig (1980): La hora violeta. Argos Vergara: Barcelona. Páginas 186-187.

5. Miguel Delibes: 377a, madera de héroe (1988)

Miguel Delibes (1930), en el Colegio de la Salle (segunda fila cuarto izquierda)
El ingreso en el colegio de Todos los Santos para cursar el bachillerato supuso para Gervasio la desconexión con el pasado, la ruptura con una infancia tibia, rica en experiencias, aunque desamasado atornillada y protegida. Atrás dejaba un mundo fantástico que un día juzgara fundamental y que ahora, desde la nueva perspectiva, se le antojaba deleznable. En pocos meses los principios que informaron su vida maduraron, se racionalizaron, de tal modo que los hábitos y personas que apuntalaron su primera infancia fueron paulatinamente difuminándose, perdiendo significado para él.
Miguel Delibes (1988): 377A, madera de héroe. Ediciones Destino Áncora y Delfín. Páginas 145

Información complementaria

Delibes, Miguel