02 febrero 2014

Ficha 1. Veranos en la costa

El verano parecía un trozo de paraíso

El verano, en aquella época, parecía un trozo de paraíso. Se acababa el colegio, las lecciones mal aprendidas, la severa disciplina de las monjas. Iban a un pueblo de la costa, aun acas de paredes encaladas y postigos azules, con arena en el jardín, que crujía bajo los pies y se metía dentro de las sandalias. El día estaba lleno de oro, de un oro ardiente que inundaba los ojos, la boca. Se buscaba la sombra, y la sombra era verde, con frescura mojada, como polvo de agua. Los niños que tenían cara de hermano se sentaban al lado, daban la mano, se metían en el mar hasta la cintura y el pecho, querían aprender a nadar. Lloraban o se reían con dientes menudos, blancos. Por la tarde, en carritos pintado de rojos, tirados por pequeños asnos, se vendían helados de color rosa, de color limón, en unos sombreritos de barquillo. Sol, Eduardo y los otros niños hundían los dientes en el hielo, y el hielo sabía a color de rosa y a color limón. También estaba la tarde, llena de bicicletas. Con sus ruedas grandes, brillantes. La bicicleta, para Sol, iba unida al recuerdo de las manos del padre. El padre tenía manos morenas, y ella sabía, milagrosamente acaso, que la bicicleta la compró papá. Las ruedas de la bicicleta y las manos del padre, parecía que le empujaban, rápidas, por la carretera oscura, entre la doble fila de árboles. Y aquella oscuridad era a un tiempo brillante. “Papá, yo he llegado el primero”… “Papá, yo he llegado antes que nadie”… Por la noche, las sábanas herían su piel quemada. Los padres, altos y bronceados, besaban siempre antes del sueño. Entonces surgía una figura entrañable, una figura de la que no se habla, cercana y anodina, insustituible. Era María, la niñera. María, que parecía mentira fuese madre de alguien –aquella frente con tres largas arrugas, aquella pelusa en las mejillas y encima del labio-. Cuando María le abotonaba el vestido, Sol le curioseaba el cuello, y le sacaba siempre, de puro sabido, un medallón que llevaba colgando, caliente, sobre el pecho. Las pequeñas manos nerviosas, preguntonas, lo abrían. Dentro había un mechón de cabello de aquel hijo que tuvo, y le mataron en la guerra de África. Sol no podía imaginarlo. Aquel hijo era solo una sombra. Como si hubiera sido siempre un soldado, como si hubiera sido siempre un muerto. “¿Cómo te llamaba? Dime, anda, ¿cómo te llamaba?...” María, sonreía triste, inclinada, y vaciada de arena al interior de las sandalias infantiles.
(Luciérnagas, págs. 12-13
Playa de Sitges. Visitsitges.com

Los suspensos de Eduardo

Los suspensos de Eduardo entorpecían los proyectos de veraneo de la familia, porque el chico debía estudiar durante las vacaciones para poder examinarse en septiembre. Oyó decir a su padre que si iban a la playa, como todos los años, Eduardo no estudiaría. Las regatas y el patín le sorbían el seso. También Elena era de la misma opinión, y estuvieron unos días dubitativos y malhumorados. El único que no se preocupaba era Eduardo. Indiferente, se dedicaba a dar puñetazos en el putchingball instalado en su cuarto de estudio, como si todo lo que se debatía a su alrededor no tuviera nada que ver con él.
Sol le contemplaba, curiosa y pensativa. “La verdad es que somos un par de hermanos poco simpáticos”, se dijo. Se daba cuenta de que vivían retraídos, hoscos, aunque fuese de distinta manera. El porqué la llenó de preocupación. Y, por primera vez, se dio cuenta de que no se conocían, de que vivían aislados. Siempre hubo algo, también, que les separaba de sus padres, desde niños: la niñera, el colegio… El caso es que, casi, casi, vivir con los padres era un poco como “estar de visita”. Ella amaba a su padre, admiraba mucho a su madre, pero no les conocía.
(Luciérnagas, págs. 14-15)

Textos complementarios

Juan Marsé (1966): Últimas tardes con Teresa

Transcurrió aquel invierno cargado de vagos presagios y, al llegar el verano, los Serrat se trasladaron de nuevo a su Villa de Blanes con la servidumbre. […]
Acaso porque, como todos los años, al llegar el verano captaba de una manera particularmente aguda la vasta neurosis colectiva de felicidad y el áureo prestigio del dinero que se esparce por las viejas costas del Mediterráneo como una miel dorada, que flota en medio del estallido del sol como un germen de verdadera vida y que algunas noches especialmente cálidas y sin fin se introduce en la sangre como un alcohol.

Manuel Vicent (17 julio 2011): Verano de 1947. Unos pantalones bombachos y una bicicleta


Unas bicicletas descansan a la orilla de una playa. / HERBERT LIST (MAGNUM)
En verano de 1947 se produjo en mi vida un gran suceso. Por primera vez fui al mar en mi bicicleta Orbea, cuando apenas alcanzaba los pedales. Aquel domingo de julio atravesé la carretera de Nules sombreada por un túnel de plátanos en cuyos troncos encalados estaban estampilladas las siluetas de Franco con el yugo y las flechas. En el trayecto de seis kilómetros hasta Moncofa me iba recibiendo el aire con todos los aromas de la naturaleza, en estado puro, el hedor dulzón del estiércol de un plantel de boniatos, el vaho a limón podrido de una acequia de agua dormida, el resplandor caliente de un rastrojo de trigo, las boñigas todavía humeantes que había dejado una caballería en el camino real, el olor húmedo y acre de la paja de arroz. Al llegar a las primeras dunas, un ala de brisa llena de sal se me coló por el cuello sudado de la camisa y me infló la camisa con una sensación agradable de libertad. En la playa de Moncofa algunas adolescentes se bañaban en camisón, cuya tela blanca se les pegaba al cuerpo al salir del agua. Algunos chicos miraban el triángulo oscuro que se les formaba en el pubis y luego entre ellos hablaban en voz baja y se reían. Los labradores refrescaban a sus caballos dentro del mar y otros comían sandías a la sombra de las barcas varadas.
Fue aquel verano en que me rompí el brazo al caer de la bicicleta y en que estrené pantalones bombachos. La modista cuyos senos hacía palpitar a dos dedos de mi nariz durante la prueba me pinchaba adrede con las agujas como si yo fuera un san Sebastián asaetado, porque eso tal vez le excitaba. En la calle había un desfile con tambores y trompetas, una gente enardecida gritaba "Franco sí, comunismo no". Por ese tiempo comenzó a cundir el rumor que en el pueblo de Cuevas de Vinromá la Virgen se aparecía a una niña llamada Raquel y que hacía milagros. Un domingo de aquel verano de 1947, mientras en misa mayor alzaban a Dios, se oyeron tiros en el monte y en la refriega cayó muerto uno de aquellos mendigos que era un maqui, según decían. Fue aquel verano en que el toro Islero también mató a Manolete y yo leí El Corsario Negro, de Salgari.


G. Gershwin (1935): Summertime (Fragmento)

Ella Fitzgerald and Louis Armstrong - Summertime
Bésame fuerte antes de irte,
tristeza de verano,
solo quería que supieras,
que cariño, tú eres el mejor. 
Tengo esa tristeza de verano, de verano,
de verano, tristeza de verano.
Tengo esa tristeza de verano, de verano. 
Creo que siempre te echaré de menos,
como las estrellas echan de menos al sol
en los cielos de la mañana.
Mejor tarde que nunca,
aunque te hayas ido, voy a controlar el impulso.

Información complementaria